Yo, el candidato
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Yo, el candidato
En mi familia paterna siempre se habló de política. Foto: Michael González/La-Lista

En mi familia paterna siempre se habló de política. Vaya, en el círculo más cercano, con los hijos de mi tía Martha, la hermana mayor de mi papá. Nacidos a finales de los años 50 mis primos, los Martínez Vargas, fueron de algún modo herederos de la generación del 68 y del 71, y les tocó estudiar en una UNAM altamente politizada. Por ello eran simpatizantes del Che y de Fidel, y fueron atraídos por la Revolución Sandinista, de Nicaragua. Incluso Enrique, el mayor, a punto estuvo de irse a luchar como voluntario con las tropas del hoy dictador Daniel Ortega. Por eso, al calor de las copas, mis primos se enfrascaban en tercas discusiones con mi papá y con mi tío José Trejo, egresado de la ultraderechista Universidad Autónoma de Guadalajara. Yo, sólo observaba. No entendía mucho, pero retenía en la memoria nombres y fechas.

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Desde niño me interesó leer noticias y a los diarios deportivos que dejaba mi papá en la casa, sumaba la lectura de Proceso y el UnoMásUno, que mis primos llevaban a casa de mi abuela. A pesar de la bandera de la hoz y el martillo que mis primos tenían en su cuarto (eran simpatizantes del PSUM), mi proceso de politización se fue al otro extremo. En las campañas presidenciales de 1988, mi papá simpatizaba con Manuel Clouthier y ver al “Maquío” en un evento de campaña cerca de mi casa, hizo que comenzará a seguir las noticias de su candidatura con una avidez inusual para un muchacho de 16 años que aún no podía votar. Recuerdo que aquel año iba mucho al departamento de mi amigo Marco Orozco, en Xochimilco, y en la planta baja, junto a las escaleras siempre había un montón de ejemplares de La Nación, la revista oficial de Acción Nacional que comencé a llevarme a casa. Eran los años del “fraude patriótico” y el inicio del reconocimiento a los triunfos blanquiazules por parte del gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

En ese contexto y después de un bachillerato que se extendió varios años más de lo normal, decidí estudiar Ciencia Política, primero en la UNAM y luego en el ITAM.

Pero volvamos a 1991, cuando fui representante de casilla por Acción Nacional en una campaña en que Silvia Pinal le ganó una diputación federal al experimentado panista José Ángel Conchello. En 1994, me acerqué a trabajar como voluntario en la campaña de Diego Fernández de Cevallos en el desaparecido distrito XXVII y tres años después me pusieron (porque no participé en ninguna elección) como candidato a diputado local suplente por el recién creado distrito XXXV.

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Nunca me interesó buscar una candidatura. La admiración que sentía por profesores como Alonso Lujambio, Juan Molinar y José Fernández Santillán, hicieron que pensara más en ser un analista reconocido que en un político, pero en el camino me perdí. Fui secretario de estudios en mi comité distrital, donde mis mayores logros fueron crear una pequeña biblioteca, organizar algunas visitas a San Lázaro y las partidas de dominó que se prolongaban hasta el amanecer en las oficinas de la calle Abrevadero, en Villa Coapa. En las elecciones para “consejeros vecinales”, en 1995, me propusieron ser candidato por mi colonia, pero no acepté. Me daba temor que algún vecino me identificara y les dijera a mis papás que a veces me juntaba con los “vagos de la colonia” a tomar cerveza o fumar un porro en el parque. Cuando mi papá vio el nombre de un amigo pintado en una barda, me preguntó por qué yo no había aceptado. Le dije el motivo y tuvimos una extensa charla en la cocina, en la que sólo me miró con ternura. Dos años después, cuando ya trabajaba en Reforma y le dije que había aceptado ser candidato a diputado local suplente, sí se enojó. La primera persona fuera del entorno familiar que tuvo conocimiento de mi candidatura fue Alonso Lujambio, que hasta un abrazo de dio antes de desearme suerte.

La verdad, no disfruté la campaña. El primer evento público al que acudí fue a un desayuno con Carlos Castillo Peraza y los candidatos a diputados por Coyoacán en el Country Club. Aunque traté de pasar desapercibido, Alejandro Caballero, el reportero de Reforma que seguía a Castillo, me reconoció y tuve que suplicarle que no pusiera mi nombre en su nota. Otro día fui a repartir juguetes el día del niño a algunas colonias de Santo Domingo y a un evento del día de las madres con Mercedes Velasco, la candidata propietaria. Mi foto no salió en la propaganda porque la presidenta del partido en Coyoacán me pidió que me alaciara el cabello, a lo que me negué.

Mi temor a que en el periódico descubrieran mi militancia y perdiera el trabajo de reportero de la sección de deportes, hizo que poco a poco me alejara de la campaña. Pero un viernes, de la manera más inesperada, protagonicé el evento más divertido de esos meses. Yo estaba enamorado de una señora que cantaba boleros en un lugar llamado “El Café de Tlalpan”. Aquella noche había ido a casa de Mercedes a recoger flyers y carteritas de cerillos de la campaña y con Manuel Almazán, que era el consejero vecinal de la zona, fuimos por una cerveza. El “Tibu”, que tocaba los “cueros” con aquel cuarteto me vio y le dijo a Norma que yo estaba ahí. La cantante me llamó al escenario y me presentó. Ahí, con 24 años y toda la inexperiencia del mundo, entre el “Son de la Loma” y “Lágrimas negras”, comencé a repartir volantes y carteritas de cerillos. No recuerdo mi participación en otro evento de campaña.

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La avalancha cardenista nos mandó al tercer lugar de las votaciones, mi familia no pudo votar por mí porque el distrito terminaba a unas cuadras de mi casa y durante meses, al salir de mis coberturas en el Estadio Azteca, vi mi nombre despintarse en una barda cerca de Santa Úrsula. A Castillo Peraza lo vi por última vez en la puerta de maratón del Estadio Olímpico el 30 de agosto de 1998, el día que el futbolista argentino Cristian Zermatten le dio un cabezazo a Felipe Ramos Rizo. Don Carlos me reconoció. Aquella mañana, uno de los hijos del último gran ideólogo del PAN salió de la mano de uno de los jugadores de Chivas. En 1999 renuncié a Acción Nacional y jamás volví a participar en actividades partidistas. A mitad de este sexenio quise volver a participar en política, pero evidentemente escogí el foro equivocado para volver. En el proceso electoral que inició el viernes no tengo amigos candidatos, pero me interesa conocer por quién votará mi hija, que lo hará por primera ocasión. Al contrario de hace seis años, cuando me repetía que ella hubiera votado por José Antonio Meade, ahora percibo en ella una indiferencia preocupante. Tristemente no es la única indecisa.

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