El prohibicionismo de drogas, obstáculo para un sistema integral de cuidados en México

Licenciada en Derecho por la Universidad Iberoamericana Puebla. Realizó su servicio social en el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez A.C. y fue asistente de investigación en temas de derechos humanos, género, niñez, igualdad y no discriminación. Es acompañante de personas y colectivos en casos de violaciones a derechos humanos e investigadora en el área de Incidencia política de México Unido Contra la Delincuencia. @MUCDoficial

El prohibicionismo de drogas, obstáculo para un sistema integral de cuidados en México
Foto: Christopher Lemercier/Unsplash

Los trabajos de cuidado, es decir, aquellas actividades destinadas al bienestar cotidiano de las personas (CEPAL) en los planos material, económico, moral y emocional, son comúnmente asociados al vínculo entre personas cuidadoras y personas dependientes de cuidados. Debido a las desigualdades históricas de la división social del trabajo, suelen relegarse al ámbito privado (familiar) y atribuirse desproporcionadamente a las mujeres de forma no remunerada. 

Como consecuencia de esta visión se invisibiliza el hecho de que todos los seres humanos somos potencialmente sujetos de cuidado en diferentes momentos de la vida, que son una parte fundamental para el bienestar y desarrollo de una sociedad tan compleja como la nuestra, y que su desigual organización afecta especialmente a los sectores más precarizados y violentados, volviéndose cada vez más urgente que las acciones de cuidado trasciendan de los hogares hacia la política pública, con el Estado como principal proveedor y responsable de garantizar el acceso a los servicios, recursos y oportunidades de desarrollo personal y comunitario.

Entre los programas de cuidados que pretende brindar el Estado a través de los servicios públicos de salud se encuentra la “atención de población con adicciones”. No obstante, en México desde hace al menos 100 años la estrategia de securitización y prohibición del consumo de sustancias se ha basado más en criterios morales que en información basada en evidencia científica y ha tenido diversos resultados: por una parte, la persecución de las personas usuarias de sustancias ilegalizadas –consideradas como enfermas y socialmente peligrosas– les delega a éstas la responsabilidad individual de la criminalidad del país, mientras se estima a las sustancias como causas de desviación social, enfermedad, delito e inseguridad, dejando de lado los factores estructurales e institucionales que en realidad perpetúan estos males. Por otro lado, la asunción de que todo consumo es automáticamente problemático –como si no hubiera diferencia entre tomar una cerveza a la semana y tomar una botella todos los días– limita la solución del problema a la utopía abstemia de “un mundo libre de drogas”, en lugar de optar por políticas de información y educación que fomenten consumos responsables y reduzcan los riesgos asociados para las personas usuarias y su comunidad (como se ha intentado y tenido efectos positivos en el caso de otras sustancias legales).

La consecuencia de esta política no ha sido, como pretende, la disminución de la oferta, sino el incremento de los niveles de violencia y de población encarcelada, el crecimiento de mercados ilícitos, la criminalización y falta de atención adecuada a personas usuarias, entre otras. Al preguntarse ¿de qué manera la prohibición de drogas afecta directa e indirectamente a la organización social de las tareas de cuidado? podemos encontrarnos con diversos escenarios. 

En principio, esta política limita enormemente los servicios a los que pueden acudir las personas que sí padecen un trastorno de uso de sustancias, dejando como únicas opciones centros de tratamiento que no cumplen con las normas oficiales, internan contra su voluntad a las personas usuarias y se valen de abusos, tortura y humillación para privarles de la libertad e, incluso, de la vida. Así, dejan a las personas dependientes de sustancias –que requieren de cuidados especializados– en situaciones de extrema vulnerabilidad y violencia institucional o, en el “mejor de los casos”, a sus familiares –especial e históricamente a las mujeres– como responsables de cuidarles en ausencia alternativas de atención más seguras y eficientes, incrementando su carga de trabajo y reduciendo sus posibilidades de desarrollarse personal, profesional y/o laboralmente.

Aunado a ello, las mujeres y personas gestantes consumidoras de sustancias se enfrentan a un escenario en el que no sólo se les asume como incapaces de ejercer funciones de maternidad, negligentes para el cuidado de sus hijas e hijos y culpables de la falta de recursos y bienes para brindarles mejores condiciones –eximiendo al Estado de su responsabilidad de proveer la garantía de los servicios básicos de vivienda, vestido, alimentación…–, sino que también son consideradas como merecedoras de sufrimiento, de exclusión y de revictimización, lo que ha mal justificado incluso casos de esterilización forzada o implantación de dispositivos anticonceptivos sin su consentimiento.

Por si fuera poco, no existen protocolos de atención específicos para mujeres con uso problemático de sustancias en las instituciones públicas de salud, los centros de atención de adicciones o clínicas de tratamientos sustitutivos no aceptan mujeres embarazadas y los albergues para embarazadas no reciben mujeres usuarias activas de drogas. Así, pese a que la legislación mexicana no establece elementos claros para determinar las condiciones bajo las cuales los hijos e hijas deben ser separados de sus madres, ni los casos en que los hospitales pueden realizar antidopings y llamar a las autoridades, el criterio de los operadores de los sistemas de salud y de justicia se inclinan por separar a la madre del recién nacido para encomendarlo al DIF, sin ánimo de realizar más valoraciones sobre lo que es mejor para él, para ella ni para la sociedad en su conjunto, fracturando su núcleo familiar y exponiéndola a una situación de probable agravamiento de su problema de consumo.

Si queremos que los cuidados se consoliden como un pilar de protección social, deben dejar de reproducir un esquema de distribución injusto en todas las escalas y ámbitos tanto en los hogares como a nivel social y comunitario. Para ello, no podemos pensar en la construcción de un sistema integral de cuidados –reconociendo a éstos como una necesidad, como un trabajo y como un derecho– sin considerar los grandes retos que se afrontan respecto al consumo de sustancias derivados de su prohibición, con las personas consumidoras, sus familias y comunidades al centro. 

El prohibicionismo no nos cuida. La descriminalización de las drogas y de las personas usuarias, sí.

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