Funesto canto a lo animal
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Funesto canto a lo animal Funesto canto a lo animal
Gabriel Orozco, Matrix Movil, osamenta de ballena gris de la reserva El Vizcaíno y grafito, 2006.

Entre la tierra y los pastos altos de yerbabuena, la preciosa piel de oro moteada de chicozapote, los ojos rasgados debajo de pequeñas orejas y las fauces entreabiertas exhibiendo la belleza de un marfil tropical, esencia silente de un ser poco menos que divino. Bajo el cobrizo manto arado por horizontes de obsidiana, corre espeso un rojo cardenal brillante, aún tibia palpita la vida pardusca que llevaba dentro y buscó salida por el lacerante orificio de diámetro pequeño y destino preciso; en el flujo escarlata se fue un fragmento de todo lo llamado vivo, hasta el fondo del horror como condición sine qua non para la existencia en vilo.

La miel de dos pares de ojos se clava en la memoria de quienes tuvieron la fortuna de ver a aquellas crías vestidas de trigo nuevo, nacidas en el otoño del cautiverio propiciatorio y a la vez condenador, el mismo que contempló, inmóvil, el colapso de los infantiles cuerpos que no resistieron el árido destierro. Juro que el brillo argentino de la luna yace sobre la arena oscura, luna creciente teñida se sangre, un par de capulines al frente y el esbozo de algo así como una dulce sonrisa, pequeña niña de mares abiertos a la escandalosa vergüenza.

Las aguas de todos los meses del mundo reverberan teñidas por el refulgente pastel de cientos de branquias, más bien corolas o rayos de sabia criatura anfibia, ancestral, mito capaz de unir a un pueblo que se resquebraja, siempre un poco más por la madrugada. El gélido metal recibe la diminuta tibieza del plumaje turquesa, iridiscente carmesí, magia pura en la que el laureado poeta escuchara cientos de voces cantar a los cielos y al agua del centro de la tierra, hoy del diminuto cuerpo emanan, líquidamente, los ecos de un pasado que escarifica y un futuro que condena a la más mísera muerte y, entretanto, seguir existiendo para dar testimonio del fin de los tiempos.

Todos sabemos de qué van estas líneas, pero duele reconocerlo. Hacerlo nos pone frente a la revelación del horror del que es capaz el humano por el solo hecho de poseer, creer que para todo existe moneda de cambio, incluso para la vida vista como ornamento, trofeo, capricho deleznable para beneplácito privado. Históricamente, ese humano anheló las milagrosas pieles para cubrirse, adornarse, tapizar paredes, regocijarse con las preseas de su cobarde y supuesta superioridad: para posarse estúpidamente victorioso sobre la vida que tardó millones de años en gestarse y no pudo oponer resistencia frente al acero, la pólvora o la daga que abre en canal.

Colmillos convertidos en estatuaria religiosa, joyería fastuosa, conmemoración de guerras floridas donde se aniquiló todo cuanto estuviera vivo, atentando contra cualquier norma elemental, otra vez por poder, otra vez por riquezas, otra vez por querer desafiar la cortedad de la vida con supuestas hazañas memorables que hoy no son más que puro lastre y deshonra. Crías arrancadas por la fuerza del seno materno, tomadas para servir de entretenimiento, simple demora del mismo destino fúnebre, irrefrenable la estupidez humana que en un acto es capaz de acabar con linajes, especies, cadenas, geografías, todo un planeta. Acribillamientos y despedazamientos por diversión, hombre diminuto e insignificante ultrajando la vida para sentirse menos solo, menos absurdo, menos nada.

El oprobio de la supuesta racionalidad quizá sea el de aspirar a ganar la fuente de la vida, la juventud sempiterna y una potente virilidad eterna, a costa de convertir en cementerios los mares, en busca de vejigas perciformes que, según anacrónicas creencias, darán a un puñado de déspotas millonarios, todo lo que quisieran tener, pero huelga decir, carecen sin remedio: sentido común, inteligencia, mera humanidad. El primer párrafo, si aún no queda clara la intención de este texto como un canto a los animales desaparecidos o en vías de perecer por la estulticia de los hombres, alude la fotografía de Ernesto Méndez que da cuenta del asesinato de un jaguar en Yerbabuena, Jalisco, espécimen de un año ejecutado con una escopeta y dejado a cielo abierto para su descomposición en 2020.

Las siguientes líneas lloran por un ocelote muerto en Ciudad Valles, frente a una escuela rural donde, tras ser ejecutado con un disparo, el felino fue atropellado y capturado por la lente de Miguel Barragán en 2019. Acto seguido, el lamento por la muerte de dos lobos mexicanos nacidos en el zoológico de Chapultepec, que alcanzaron a vivir tan solo once meses en el cautiverio que los vio nacer y donde jamás se percataron del padecimiento simultáneo de fallas renales agudas hasta que, la “posición extraña” en que yacían, avisara la anomalía, narración de 2022, honestamente, harto complicada de creer. Después, un aullido frente al cadáver de una vaquita marina que fue a dar a la playa una vez muerta a consecuencia de las laceraciones causadas por redes de pesca en el área de refugio para la protección de esta especie en San Felipe, Baja California, en al año 2017.

Le sigue un hondo lamento por la muerte de 211 ajolotes en la Ciudad de México, entre los años 2017 y 2019, a causa de la falta de medicamentos para atenderlos en zoológicos, que silenciosamente los vieron morir por choque séptico. Le sigue un canto fúnebre al quetzal fotografiado en 2014 por Elizabeth Ruiz en Xcaret, enviado ahí para su reproducción y, dicho sea de paso, para fungir como atractivo turístico a visitantes internacionales, en un parque donde se admite la carencia de la infraestructura adecuada para proteger a estas aves.

Todas, especies en peligro de extinción en México debido, principalmente, a la caza furtiva, supuestamente protegidas por programas gubernamentales que, en estos y miles de casos más, fallaron rotunda y estruendosamente. De ninguno de los asesinatos o muertes por negligencia hay responsables identificados y condenados, mucho menos planes gubernamentales que escuchen las recomendaciones de asociaciones civiles, grupos científicos o especialistas que alertan sobre la gravedad de que un país tenga más de setenta especies animales en peligro de desaparición, que se violen todas las legislaciones y programas para su resguardo y fortalecimiento, y que todos los niveles del poder sean cómplices de ello, en mayor o menor medida, por la terrible corrupción que ha contaminado la psique de todos los órganos de poder de un Estado en fallo sistémico.

No existen palabras suficientes para describir la repulsión y consternación frente a las imágenes que aparecen en los diarios o inundan la pantalla al momento de investigar sobre el tema. La muerte de cada uno de esos animales es la muerte de todos los animales sobre la faz de la tierra, incluido el homínido supuestamente evolucionado que somos; es el segundero del fin de la existencia, es el dolor que calcina a todo un planeta, pero sobre todo, es el alarido más doloroso, apabullante e irreprimible de que el ser humano es capaz de horrores impensables y, pese a que corran los siglos y cambien códigos, escalas de valores y formaciones, la espantosa tendencia a aniquilarlo todo continúa intacta.

Se disfraza, se oculta, muta, pero no para. Efectivamente, el Friso Corrido suele abrir y esbozar reflexiones sobre arte, literatura, género y hoy truena ese límite, porque no hay más remedio. ¿No deben ya las artes, todas, la literatura, la plástica, la visualizad de campo expandido, la música, el cine, el pensamiento humanista en general, meter las manos seriamente en el tema del exterminio, aparentemente incontenible y anónimo, de especies animales? Salir de la meditación pura del lenguaje, los signos, la metanarrativa, la intertextualidad o las identidades, para poner los ojos, por una vez, en algo que no seamos nosotros mismos, humanos ególatras y megalómanos, todos, y mirar el mundo este que nos rodea, tan lleno de horror, muerte, avaricia y hambre, un espanto verdadero.

¿Que no de eso se trataban la filosofía y la estética, de preguntarse sobre el ser, la conmoción, lo bueno, lo bello, lo verdadero? Henos aquí, frente a un ser humano indolente que ha dejado de cuestionarse por destinar su raciocinio a producir y consumir bienes, que abandona lo bueno siempre que aparece la ambición, que piensa que lo bello está en un diamante multimillonario o una zalea ornamentando una mansión sepulcral y que se cree verdaderamente bueno por heredar su fortuna a descendientes, generar empleos mal pagados y albergar en su jardín a especies adquiridas de contrabando, para beneplácito de visitantes y el suyo propio hasta que, por hartazgo, los mate de hambre o simule una cacería para sentirse valeroso explorador colonialista. Nada ha cambiado. Pero debe cambiar.

No para evitar nuestra muerte y la del orbe como casa sagrada, ambas, extinciones garantizadas y cada vez más cercanas. Deberán cambiar las mentes de quienes pensamos, actuamos y observamos el mundo, de quienes nos jactamos de pensar críticamente, producir significados y aspirar a la trascendencia. Solo así podremos seguir siendo dignos del término “humano”: homine, humus, cuyo significado es, nada más ni nada menos, “en la tierra”.

Más de la autora: Antophila: libar el néctar de la palabra

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