En la intersección de Ermita Iztapalapa y Camino al Cerro de la Estrella, bajo el cielo abrasador de medio día, un muchacho no mayor de 20 años hace un sprint inesperado para bajar la cruz que carga sobre sus hombros, quita la almohadilla que le ayuda a sostenerla y la pone en el piso para subir sus pies envueltos en tela adhesiva y con ampollas a punto de reventar. Otros “penitentes” caminan con huaraches o tenis, algunos llevan los pies sangrantes.
Me sorprenden los cientos de hombres de mediana edad, jóvenes y niños, que suben al Cerro de la Estrella con una cruz a cuestas. Me conmueven las fotos que llevan las cruces, algunas son imágenes de familiares muertos, otras son cartulinas con peticiones. Algunos más agradecen los favores recibidos. Es mi primera vez en la Pasión de Cristo en Iztapalapa y para mí todo es novedad.
“La conmemoración de la Pasión de Cristo en Iztapalapa es el último, genuino, avasallador teatro de masas que queda en la República Mexicana”, escribió en 2007 Carlos Monsiváis acerca de esta peculiar ceremonia cívica y religiosa que se celebra en la alcaldía más poblada de la Ciudad de México desde 1843. “La Pasión en Iztapalapa es una obligación urbana muy dependiente de las cámaras y micrófonos, de la tecnología al servicio de los estremecimientos del alma”, agregó el escritor fallecido en 2010.
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Más que como católico, como habitante del ex Distrito Federal desde hace casi 54 años, sentía una obligación moral de asistir un Viernes Santo a Iztapalapa, pero nunca lo había hecho, pese a que el Cerro de la Estrella está a 11 kilómetros de mi casa. La decisión de acudir este año comenzó por la petición de una señora de nombre Julie Van Arcken que, desde Seattle, Washington, avisó que quería acudir a la Pasión de Cristo. A pesar de que visitó la Ciudad de México en Semana Santa, ni la señora Van Arcken ni su familia se sumaron a la expedición. Pero Janet Margot y yo cruzamos la ciudad por debajo de la tierra para llegar a “tierra santa”. Nuestro trayecto fue de aproximadamente una hora y 20 minutos desde el corazón de Polanco hasta el centro de Iztapalapa, incluyendo ese larguísimo transbordo de poco más de 800 metros en la estación Atlalilco, de la Línea 12 a la 8, el más extenso de todo el Sistema de Transporte Colectivo.
Preguntando se llega a Roma
Iztapalapa es un lugar desconocido para mí y mi última visita a esa alcaldía fue en una cita a ciegas: una mujer que conocí en Tinder me llevó a una fiesta en una colonia atrás de la penitenciaría de Santa Martha, a donde he ido dos veces a jugar futbol americano contra el equipo del penal. Me regresó salvo y sano a mi casa, pero nunca la volví a ver.
Por eso al salir del metro camino con temor a que mi acompañante se de cuenta que estoy a punto de entrar en pánico. Los ríos de gente que caminan hacia la procesión calman mis nervios. Entre decenas de puestos de comida, baratijas y camisetas de heavy metal, el sonido de viejas cumbias, salsa y reguetón hacen imposible sostener una breve charla. Hasta ese momento todo es una fiesta, pero de devoción, muy poco.
“La herejía ronda, la blasfemia aguarda a la vuelta de la esquina, la masa devocional se distribuye a lo largo de varios kilómetros, desfilan los centuriones y los apóstoles a la defensiva, y las actuaciones no son convincentes, pero uno y todos ya nos sabemos la trama, con todo y desenlace”, agrega Monsiváis en el epílogo de Pasión de Iztapalapa, una publicación de Trilce Ediciones (2007), retomado en Semana Santa. Crónicas memorables, un documento elaborado por la alcaldía para la representación de este año.
La verdadera devoción la siento al entrar al Santuario Nacional de Nuestro Señor de La Cuevita, un templo originalmente dedicado al Niño Jesús cuya construcción inició a mediados del siglo XIX y finalizó en 1907.
El Señor de la Cuevita es una efigie funeraria de origen oaxaqueño. En 1687, la mandaron desde el municipio Villa de Etla a Ciudad de México para su restauración. Según la tradición iztapalapense, la imagen obró el milagro de terminar con una devastadora epidemia de cólera que asoló la ciudad en 1833. En agradecimiento, se inició la construcción de la iglesia y las procesiones de Semana Santa y los viacrucis comenzaron una década después.
Ahí, en el templo, los creyentes hacen largas filas para recibir agua bendita, tocar la imagen de la virgen y recibir ramos bendecidos de flor de manzanilla. En el atrio, algunas mujeres reconfortan a los “penitentes” que bajan del cerro agotados y con los pies muy lastimados.
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Afuera la verbena no se detiene. Vendedores de algodones de azúcar, cueritos y “chito” (esa especie de tasajo que las leyendas urbanas dicen que es carne de burro) me recuerdan que ya es hora del almuerzo. Una vendedora de tacos de canasta con el barniz de las uñas descarapelado y un cigarro colgando de la comisura izquierda de su boca, me alerta que debo buscar un lugar decente para comer.
Desde un restaurante donde almorzamos enchiladas, Janet y yo observamos por la televisión el juicio a Jesús, interpretado en esta ocasión por José Julio Olivares Martínez, de 27 años. El estudiante de último semestre de la carrera de economía en el Politécnico y vendedor de dulces en el mercado de La Merced, se quedó con el papel después de buscarlo en 2018 y 2019. Cuando el Cristo de Iztapalapa sale de la casa de Herodes, pagamos la cuenta y buscamos una esquina para ver pasar la procesión.
Los “penitentes” no dejan de pasar, comienzan a sonar los tambores de guerra de algunas bandas y decenas de “centuriones romanos” marchan a caballo. Algunos son hermosos percherones custodiados por sus caballerangos, otras, pobrecitas, son viejas mulas de carga que con la lengua de fuera cargan a obesos soldados. Con el reguetón a todo lo que da, una catarata de mentadas de madre anuncia el paso de Judas Iscariote, que lanza monedas de chocolate a la multitud. Para Israel Domínguez, un comerciante de 50 años originario del barrio de La Asunción, el papel de Judas es uno de los más complejos de la escenificación y se siente orgulloso de representarlo por segundo año consecutivo.
El sol no da tregua y miles de personas desesperan por ver pasar al Nazareno de Iztapalapa, mientras medio centenar de elementos del agrupamiento Zorros de la Secretaría de Seguridad Ciudadana vigilan que nadie brinque las vallas en este cruce.
Finalmente, después de recorrer los ocho barrios de la alcaldía, José Julio Olivares Martínez pasa frente a nosotros y la gente se comienza a retirar inquieta. Pocos lo acompañan hasta su destino. Mientras veo a los “centuriones romanos” sobre sus caballos tomándose selfies, recuerdo otra frase de Villoro: “Iztapalapa no apuesta a la producción de un hecho que parezca real sino a crear una realidad comunitaria. No se trata de otorgarle novedad al drama más conocido de Occidente, sino de incorporar la Pasión a la autobiografía y transformarla en experiencia colectiva”.
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En Iztapalapa el milagro ocurre después. Los peligrosos tanques de gas de los numerosos puestos de comida no explotan. Los peces y los panes no se multiplican, pero sí los establecimientos que ofrecen, cervezas, micheladas y “azulitos” (un menjurje preparado con vodka, refresco de limón y una bebida energetizante que le da su nombre). La “ley seca” en la alcaldía parece más una buena broma del Día de los Inocentes.
Regresar al metro es un verdadero viacrucis. Nos toma casi una hora avanzar unas cuadras para llegar a la estación, donde encontramos a una pareja de gringos con sus cámaras. Más allá de mis prejuicios (y los de mis conocidos que me dijeron que no fuera), me complace ser parte, por primera vez, de un rito que se acerca a sus dos siglos de existencia.
NOTA: Esta columna iba a ser publicada la semana pasada, pero la muerte del Papa Francisco me hizo cambiar de planes.