Durante siglos la humanidad miró el espacio como frontera científica. Hoy empieza a verlo como zona industrial. La órbita será el nuevo extractivismo, es decir, el valor se obtiene al controlar un territorio, en este caso, el cielo, mientras los costos y las consecuencias recaen en los usuarios. Un cielo privatizado donde unos pocos cobrarán factura y el resto pagaremos la mensualidad.
Cada vez es más común escuchar en conferencias de energía, mesas de innovación y juntas de inversión circular la idea de mover centros de datos y fábricas energéticas a la órbita terrestre para “aliviar” la presión que la inteligencia artificial ejerce sobre el agua y la electricidad en el planeta. La promesa suena perfecta: energía solar infinita, refrigeración sin agua, cero emisiones locales.
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Sabemos de sobra que los magnates espaciales no apuntan al cielo por altruismo ambiental. Lo hacen porque en órbita no existen tarifas eléctricas, permisos municipales ni agentes reguladores vigilando consumos, modelos de entrenamiento o estándares de transparencia.
En el espacio, el costo real es tener acceso a la órbita y pagar los seguros millonarios que permiten operar en un entorno donde cualquier falla puede ser catastrófica; y quien controla ese acceso controla la economía del cómputo. Es el mismo patrón que definió los imperios ferroviarios del siglo XIX: construir corredores inevitables y luego cobrar peaje permanente a quienes dependen de ellos.
Por eso, la narrativa de “cómputo verde en el espacio” en realidad debería definirse como extractivismo, que ya no cava minas ni desvía ríos; ahora busca privatizar el cielo. No estamos creando un cómputo más limpio, sino uno más lejano, más blindado y, por supuesto, más caro.
Para entender la dimensión de este giro basta mirar la escala terrestre. En México se anuncian inversiones multibillonarias y capacidades de cientos de megawatts en nuevos centros de datos, con Querétaro como centro crítico, mientras grandes tecnológicas expanden ecosistemas de inteligencia artificial con montos que rondan los miles de millones de dólares.
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Todo esto ocurre en un país con estrés hídrico, redes eléctricas saturadas y ciudades que ya no pueden sostener las cargas que exige la IA. Frente a ese límite, la idea orbital parece lógica: aprovechar la alta disponibilidad de energía solar, radiadores que disipan calor sin consumir agua y constelaciones que procesan datos en el vacío para devolver resultados como si fueran “estaciones energéticas flotantes”.
Pero el objetivo económico no es vender cómputo. Es capturar la infraestructura orbital. Construir una “tarifa climática global” como una especie de cuota verde obligatoria que corporaciones y gobiernos tendrán que pagar sí o sí. Un impuesto disfrazado de sostenibilidad. Una dependencia vertical propia de cualquier infraestructura privatizada. Y, como siempre, los últimos en la fila serán quienes necesitan acceso, pero no pueden pagar la cuota de entrada al cielo privatizado.
Además, en órbita la residencia de datos se vuelve negociable. Los operadores pueden elegir estaciones de enlace según conveniencia, diluyendo obligaciones de privacidad, soberanía o auditoría. El cielo se convierte así en un territorio privado, ajeno a decisiones ciudadanas, y sin contrapesos democráticos. Es la privatización del dominio común bajo el lenguaje del “cuidado del planeta”.
La narrativa de “IA sin agua” parece hablar de mover centros de datos, pero en realidad trata sobre cuánto cómputo puede sostener la humanidad antes de rebasar sus propios límites. Basta recordar un ejemplo simple del siglo XIX: cuando las máquinas de vapor de James Watt se volvieron más eficientes y consumían menos carbón por hora, Inglaterra no redujo su uso de carbón. Al contrario: lo disparó. Las máquinas eran tan rentables que las fábricas las adoptaron por miles, y el consumo total del recurso terminó siendo mayor que antes.
A eso se le llama paradoja de Jevons: cuando una tecnología se vuelve más eficiente, el consumo no baja, sube. Eso mismo puede ocurrir con el cómputo orbital. Si operar en el espacio reduce costos y elimina límites locales, la demanda crecerá sin freno. Y con ella, la huella digital global.
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En lo ambiental, la promesa también se cae al primer contacto con la realidad. Es cierto que un centro de datos espacial no usaría agua y aprovecharía energía solar continua. Pero la sostenibilidad no se mide solo en la operación: incluye lanzamientos, fabricación que depende de minerales críticos difíciles de extraer y con alto impacto ambiental, emisiones asociadas, riesgo de basura espacial y el peligro real de colisiones en cadena que podrían inutilizar órbitas enteras durante décadas.
Lo que toca es un debate global en donde, como humanidad, exijamos análisis de ciclo de vida transparentes, reglas internacionales de desorbitado, estándares comunes sobre residencia de datos, auditorías verificables y límites al despliegue de infraestructura privada en órbita.
La carrera por llevar el cómputo al cielo deja claro que no sabemos poner límites al poder que construimos. Podemos enviar data centers a la órbita, pero no podemos externalizar la responsabilidad. El cielo no es un espacio vacío: es el próximo campo de disputa económica. Lo que decidamos hoy definirá quién tiene derecho a mirar hacia arriba mañana.