Jane Goodall murió a los 91 años, en plena gira de conferencias. Hasta el último momento siguió viajando, hablando con jóvenes, alertando al mundo de la urgencia climática. No se retiró nunca. Su vida fue testimonio y acto a la vez. No era solamente la científica que nos enseñó que los chimpancés usan herramientas, que tienen familias, conflictos y afectos. Fue la mujer que sostuvo —con paciencia y persistencia— que es posible vivir de otra manera.
Esa otra manera, paradójicamente, se vuelve subversiva en tiempos como estos. Lo que define a nuestro presente es la saturación: datos, poses, algoritmos, métricas, un mundo estructurado alrededor del mandato capitalista de producir, consumir y repetir. En medio de ese ruido, la vida de Goodall encarna una fuga inesperada: escuchar, observar, cuidar.
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Su legado científico está documentado: más de seis décadas de observación en Gombe, descubrimientos que sacudieron las bases de la etología y de la antropología. Pero lo que atraviesa su obra va más allá de los datos: una práctica vital que se enfrentó, sin proclamarlo, a la lógica del capital. Allí donde el sistema traduce lo vivo en recurso, Goodall devolvió la dignidad del nombre y de la relación. Allí donde la ciencia positivista trataba de “objetos de estudio”, ella se negó a borrar la singularidad.
Jacques Lacan habló del discurso capitalista como una variación del discurso del amo: una maquinaria simbólica que no conecta sujetos entre sí, sino sujetos con objetos de consumo. Un bucle perfecto donde el deseo nunca se resuelve, solo se relanza en forma de mercancía. Nada colma, nada satisface. El resultado es una cadena infinita de promesas que se evaporan en cuanto llegan.
La vida de Goodall interrumpió ese circuito. Su existencia demostró que el lazo no tiene por qué pasar por el objeto de consumo, que es posible sostener relaciones que no se desgastan en la repetición compulsiva. No fue un manifiesto contra el capitalismo, sino algo más radical: la constatación, en la práctica cotidiana, de que existen vínculos que resisten a la lógica mercantil.
Durante décadas, Goodall nombró a los chimpancés, convivió con ellos, los reconoció como interlocutores. En ese gesto minúsculo y monumental se jugaba la fractura del discurso dominante: el paso de la mercancía al sujeto. El animal no como recurso, sino como semejante. El bosque no como reserva económica, sino como hábitat compartido. El vínculo, no la acumulación.
La coherencia de su trayectoria es difícil de encontrar en un tiempo gobernado por la inmediatez. Fue criticada por “antropomorfizar” a los chimpancés, acusada de romper los códigos de la objetividad científica. Y, sin embargo, persistió. Porque sabía que nombrarlos era un acto ético. Que dignificarlos implicaba también dignificarnos a nosotros mismos.
El discurso capitalista prescinde del lazo social. Nos empuja a vivir aislados, unidos apenas por los objetos de consumo. Esa estructura produce ansiedad, depresión, violencia difusa. Ahí está la epidemia de soledad que recorre nuestras sociedades, las crisis de salud mental, la descomposición del vínculo. Goodall no ofreció recetas frente a esa maquinaria. Ofreció un ejemplo. Demostró que el deseo puede orientarse a otra parte: no a la mercancía, sino al lazo vivo.
Su activismo global —el Instituto Jane Goodall, el programa Roots & Shoots, sus giras interminables— no fue un adorno, sino la consecuencia lógica de su experiencia. No se trataba de un gesto mediático, sino de la urgencia de traducir el conocimiento en acción. Lo hizo sin estridencias, sin la retórica de los líderes mesiánicos. Su fuerza residía en la calma, en la serenidad que transmitía como arma política. Una serenidad que no era ingenuidad, sino convicción.
Esa calma tiene un peso especial en nuestro presente. Mientras la lógica del capital convierte todo en espectáculo, en eventos efímeros de consumo, Goodall insistió en lo lento, en lo repetitivo, en lo humilde. Su revolución no fue ruidosa: fue persistente. Cada conferencia, cada viaje, cada encuentro con jóvenes fue un recordatorio de que el cambio no llega de golpe, sino por acumulación paciente de gestos.
El rostro de Goodall, su mirada clara, condensaba esa coherencia. No era pose ni artificio: era la expresión de una vida vivida de otra manera. Esa mirada es quizá su legado más duradero. Nos recuerda que se puede ver distinto incluso en medio del ruido del mundo. No mirar al otro como recurso, sino como semejante. Ese otro puede ser un chimpancé, un árbol, un migrante. La lógica es la misma: quebrar la reducción mercantil, restituir la dignidad del vínculo.
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En tiempos de catástrofe climática, esa enseñanza se vuelve urgente. El planeta arde, las migraciones se multiplican, las sociedades se fragmentan. Y seguimos atrapados en el bucle del capital, persiguiendo objetos que no colman, sacrificando lo viviente en nombre del crecimiento perpetuo. La muerte de Goodall debería leerse como advertencia: si no encontramos nuestras propias fisuras, el circuito nos devorará.
Goodall encarnó esa fisura. Su vida fue un síntoma que interrumpió la maquinaria. No porque proclamara un programa revolucionario, sino porque demostró que otra existencia es posible. Frente al cinismo y la parálisis, eligió la acción paciente. Frente a la mercantilización de lo vivo, eligió el lazo. Frente a la grandilocuencia, eligió la fidelidad cotidiana.
No necesitamos más héroes ruidosos. Necesitamos la persistencia humilde de quienes se atreven a mirar distinto. Goodall lo hizo durante seis décadas. Su muerte nos obliga a preguntarnos si nosotros seremos capaces de hacerlo también.