La función judicial más allá del positivismo jurídico

Lunes 19 de mayo de 2025

Raymundo Espinoza Hernández
Raymundo Espinoza Hernández

Es licenciado en Derecho, especialista y maestro en Derecho Constitucional por la Facultad de Derecho de la UNAM. Además, es especialista en Derecho de Amparo y candidato a doctor por la Universidad Panamericana, así como politólogo por la UAM. Se ha desempeñado como profesor en la UACM, así como en las Facultades de Economía y Derecho de la UNAM. En su ejercicio profesional como abogado, ha impulsado la educación jurídica popular y la práctica de litigio participativo en diversos procesos colectivos de defensa del territorio. Cuenta con más de 70 publicaciones, entre libros, capítulos de libros y artículos.

La función judicial más allá del positivismo jurídico

La cultura jurídica forma parte del Derecho y es una condición hermenéutica insuperable para el operador jurídico.

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La relación entre justicia y legalidad sólo es contingente cuando el Derecho se reduce a formas vacías y procedimientos susceptibles de incluir y dar cauce a infinidad de contenidos y fines azarosos.

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Foto: Pixabay.

En la tradición del positivismo jurídico, el sistema jurídico aparece como un orden coactivo de la conducta humana desligado de fines ulteriores, donde las normas jurídicas poseen la sorprendente capacidad de albergar cualesquiera contenidos al modo de un medio abstracto y suficientemente flexible para satisfacer diversos propósitos aleatorios. Pero cuando se entiende el Derecho como un fenómeno social, con una configuración histórica específica, culturalmente situado y sujeto a múltiples determinaciones prácticas, la pregunta por los fines y los contenidos cobra sentido, pues no cualesquiera fines y contenidos pueden ser incorporados al orden jurídico en cuestión.

La relación entre justicia y legalidad sólo es contingente cuando el Derecho se reduce a formas vacías y procedimientos susceptibles de incluir y dar cauce a infinidad de contenidos y fines azarosoz, caprichosos o francamente arbitrarios. Pero el Derecho es más que una técnica de control de masas que administra la violencia al interior de un Estado.

La forma jurídica de la sociedad puede ser también una garantía para la consecusión del bien común mediante la coordinación institucional de voluntades dispuestas a cooperar con justicia dentro del horizonte ético de una comunidad política particular que busca garantizar su afirmación positiva a través de la producción, reproducción y desarrollo de las condiciones de existencia de su propia vida social bajo paramétros de racionalidad dialógica reflexiva y deliberación democrática incluyente.

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No obstante, la referencia a la justicia es inevitable en una sociedad en vilo, sostenida en míltiples contradicciones de clase y sectoriales. Precisamente, con el propósito de blindar la autoridad del Estado frente a las críticas que tachan de injusto el orden jurídico vigente, así como para arrebatarle el argumento a los movimientos sociales contestatarios que apelan a una justicia distinta a la que ofrecen las normas positivas, la justicia es reducida desde el poder hegemónico por los ideólogos del statu quo al principio de legalidad. Así, la dominación se presenta como justa en sí misma o como justicia a priori.

Conforme a la teoría jurídica convencional en materia constitucional y de derechos humanos, suele insistirse en que la corrupción y las violaciones de derechos fundamentales sólo tienen lugar cuando se transgrede el Estado de Derecho, por lo que la corrupción y las transgresiones a normas que contemplan derehcos humanos son básicamente violaciones al principio de legalidad. Sin embargo, la corrupción y las violaciones de derechos humanos pueden suceder bajo el cobijo de las leyes. Al legalizar las injusticias emerge la figura de la desviación estructural de poder como característica distintiva de un régimen de dominación que legitima formalmente la merma del bien común, colocándose por debajo incluso del horizonte ético y político de la modernidad.

Pero el asunto no queda aquí. En el marco de la tecnificación del mundo moderno, el positivimo jurídico avanza hacia la deshumanización del Derecho y su consiguiente maquinización. Hoy día, la cuestión no se reduce a la existencia de leyes injustas combatidas por todos los medios posibles por los grupos sociales oprimidos. Pues, más bien, el aparato jurídico se ha converido en toda una maquinaria donde los operadores judiciales funcionan a la manera de autómatas limitados a labores meramente técnicas, en aparencia neutrales y puras, pero en todo caso distantes de los contetxos culturales, las condiciones sociales y las determinaciones históricas en los que emerge y se configura la juridicidad del orden político.

En la aplicación irrestricta de normas generales a casos particulares sin criterio prudencial alguno, es decir, sin la mediación que facilita la equidad, se hace evidente la injusticia que puede acompañar a toda ley, así como la deshumanización implicada en la maquinización del Derecho.

Sin embargo, el orden jurídico no es un sistema matemático y tampoco es viable concebirlo como un sistema lógico deductivo o un simple modelo predictivo. El Derecho es un producto cultural que se expresa en el lenguaje y cuya concreción supone necesariamente una mediación hermenéutica, por lo que sus intérpretes, los operados judiciales, no pueden concebirse fuera de sus propios contextos ni actuar simplemente guiados por la “técnica jurídica” y la instrumentalización oportunista de las metodologías de interpretación al uso encubiertas por un marco de razonamiento práctico supuestamente impoluto, neutral o puro. El orden judício tiene que ver, más bien, con normas sociales orientadas a ciertos fines condicionados por el ethos de una comunidad política.

En este sentido, la cultura jurídica forma parte del Derecho y es una condición hermenéutica insuperable para el operador jurídico. De aquí que para juzgar conforme a justicia en un Estado de Derecho la labor interpretativa no pueda reducirse a un quehacer exclusivamente técnico, pues se trata de una acción reflexiva mediante la cual se pretende comprender jurídicamente el sentido de un hecho probado dentro de un proceso jurisdiccional en el marco de una totalidad histórica, social y normativa mucho más amplia.

Por supuesto, el manejo de las metodologías de interpretación y argumentación son fundamentales para el operador judicial. Pero para impartir justicia no bastan los conocimientos y habilidades legales de orden positivo y dogmático o meramente técnico. Para comprender las condiciones prácticas en las que se imparte justicia en la sociedad moderna también es indispensable conocer las teorías de la justicia, así como incorporar el pensamiento crítico, interdisciplinario y situado según metodologías interseccionales y de pluralidad epistémica en la práctica del operador judicial.

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Quizás, el problema más profundo con el mandato contemporáneo de “hacer justicia” o construir una sociedad justa radique en la forma específica de justicia que exige el estauto ético y político de la modernidad capitalista. Se trata para la humanidad de una justicia imposible de alcanzar fuera del mundo moderno, pero que tampoco puede realizarse bajo la lógica del capital. La sociedad moderna produce todos los días riqueza inconmensurable, pero, con idéntica asiduidad, también genera pobreza y ensancha las brechas de desigualdad, cada progreso viene acompañado con devastación, situación que obstaculiza la concreción de la justicia prometida.

De aquí que la lucha de la humanidad por la justicia universal sea al mismo tiempo una batalla por una modernidad alternativa, por una sociedad emancipada y un Derecho basado en el valor de uso. En todo caso, la disputa por la justicia en el mundo moderno rebasa por mucho los litigios en tribunales. No obstante, los combates institucionales por la justicia son irrenunciables en tanto sus resultados impactan en la conciencia ética y política de los potenciales sujetos del cambio social, así como van reconfigurando las condiciones prácticas que hacen posible la transfornación del mundo.

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