Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas
El vecino del 904 llega de trabajar todos los días alrededor de las 17:30 horas. Lo sé porque en las últimas semanas ha llamado dos veces para que mueva el auto y acomodar el suyo en el lugar que le corresponde.
No es un mal tipo Marcos, baja del auto con su hija y carga con una mochila con “tuppers” vacíos en los que, con seguridad, lleva al trabajo la comida que su esposa le cocinó una noche anterior. Por cierto, el día que estuve hasta la noche en el departamento, me llamó para pedirme que moviera nuevamente la nave: “Es que voy por mi esposa al trabajo”. Su vida familiar me tiene sin cuidado, pero sus horarios me aterran.
Como periodista nunca tuve un horario de trabajo convencional, esos que son de 9:00 a 18:00 horas, aproximadamente. Pocas veces estuve en casa antes de las nueve de la noche, aunque eso cambió con la pandemia. La tiranía del home office me condenó a permanecer en casa durante casi dos años. Soy de los que extraña trabajar en una oficina.
No recuerdo a mi papá en casa antes de las siete de la noche, quizá algunos lunes, porque los martes, religiosamente se juntaba con sus amigos a jugar dominó en La Trasatlántica, una cantina que estaba en la esquina de Atenas y Abraham González; los miércoles jugaba boliche en Bol Narvarte y los viernes en Bol Coyoacán. De los jueves no tengo registro, pero llegaba tarde. Lo esperaba mientras veía en Canal 5 “El precio del deber” (Hill Street Blues). ¡Qué pesado tuvo que haber sido para aquel hombre trabajar todo el día y volver a casa para encontrarse con su esposa y sus tres bodoques! No lo justifico, simplemente lo entiendo.
Por supuesto que el tema de los horarios me causó conflictos de pareja, pero para mí siempre ha sido normal llegar a casa después de las 10 de la noche, cenar tarde, ir al supermercado a la media noche, escuchar música, leer de madrugada, dormir poco y salir a echar unos tragos un par de veces a la semana.
Una chica con la que viví me pidió en alguna ocasión que renunciara a mi trabajo justo después de un ascenso. Por supuesto que no lo hice y ella se fue. No sólo fueron los horarios de trabajo, lo reconozco y aunque retomamos la relación meses después, las discusiones por ese tema y los días de descanso siguieron hasta el final.
Como periodista deportivo era un lujo (y una irresponsabilidad) descansar en fin de semana. Alguna vez tuve libres los viernes y los sábados; en mis recientes dos empleos descansaba en domingo y lunes. La primera vez que me asignaron esos días fue en el año 2000 y cuando no iba al estadio a ver a Pumas, me aburría tanto que hasta llevaba a mi mamá a misa, por lo general a San Ángel o Polanco.
En los recientes tres años trabajé casi siempre de tres de la tarde a la medianoche, el horario perfecto para mí. La última vez que me tuve que levantar temprano para trabajar (2021) era funcionario público. Como encargado de un área de comunicación social llegaba a la oficina a las seis de la mañana y no tenía hora de salida, además, muchas veces tenía que atender algún “bomberazo” en fin de semana.
Por mis jornadas de trabajo como periodista me perdí comidas familiares, cumpleaños, bodas, bautizos, viajes, pero nunca un festival escolar de Camila. Hace no mucho encontré la última foto que le tomaron a mi papá, está con mi mamá, mis hermanos y mi tía Victoria. A ese pequeño viaje no fui porque no quise pedir un fin de semana para no entrar en conflicto con mi jefe.
Arrimar el hombro
Hace nueve años éramos dos muertos en vida: desempleados, deprimidos, desesperados… En esas circunstancias nacieron los “intercambios de rehenes”. Porque yo le presenté a ese cabrón, a quien no puedo considerar mi amigo, al detective Harry Bosch de Michael Connelly y él a mí al Charlie Parker de John Connolly. Cuánto duró esa etapa, por lo menos la primavera de 2015.
Los jueves por la mañana compartíamos libros, café, charlas larguísimas, sinsabores y (des) esperanzas.
– ¡Me gusta mi vida de jubilado!, me dijo Erick, que nadaba todas las mañanas en el Centro Asturiano antes de sentarse a leer toda la mañana.
– A mí también, pero me acabo de dar cuenta que apenas estoy a la mitad de mi vida laboral, le respondí.
Se quedó pensativo, después de todo tenía apenas un año de ser papá y no lo contrataron en un empleo para el que lo había recomendado. Una mañana le hablé de “Los lunes al sol” (2002), la película dirigida por Fernando León de Aramea y en la que Javier Bardem interpreta a un desempleado que se junta con otros tipos que se encuentran en la misma condición.
– Mírala bajo tu propio riesgo, pero no vayas a llorar, dije.
Y lloró como yo lo hice más de una vez. Durante esos meses, varias veces tuvimos que arrimarle el hombro al otro para no dejarnos caer. Él consiguió trabajo antes que yo y se terminaron los intercambios de libros. Por supuesto que seguí leyendo a Connolly y apenas el pasado fin de semana me reencontré con Harry Bosch.
Pero leer a media tarde me ha comenzado a incomodar, entrenar por las mañanas me comienza a crear culpa. Tengo seis meses sin un empleo formal y nunca había estado tanto tiempo en el paro.
Erick sigue en el mismo trabajo que consiguió aquel 2015. Ahora yo me apoyo en mi editora favorita y en un grupo de gente maravillosa del ITAM que esta semana arrimó el hombro para no dejarme caer. A todos ellos, infinitas gracias.
“La cuestión no es si creemos o no en dios, la cuestión es si dios cree en nosotros”,