La amenaza nuclear de Putin muestra a un hombre desesperado y sin opciones

Columnista de The Guardian.

La amenaza nuclear de Putin muestra a un hombre desesperado y sin opciones
'Las encuestas indican que entre un cuarto y la mitad de los rusos se oponen a la guerra'. Cartel en Moscú. Foto: Anton Karliner/SIPA/Rex/Shutterstock

Vladimir Putin está dispuesto a utilizar un arma nuclear en su actual intento de conquistar Ucrania. O eso dice Vladimir Putin. La razón de ello es que su conquista se ha visto justamente derrotada hasta la fecha y no ve ninguna otra forma de avanzar. La perspectiva de una escalada de este tipo es espantosa. Se cruzaría un límite. Las potencias de armas nucleares de todo el mundo lo considerarían una licencia. Puede que no sea el fin del mundo, pero podría ser el principio del fin.

A pesar de todos los vítores de los políticos occidentales respecto a la humillación de Putin, resulta crucial recalcar cuán disciplinado ha sido el apoyo de Occidente a Kiev. Sí, la OTAN se arriesgó a ampliar sus fronteras hacia el este después de 1991, el “error más fatídico de la era de la posguerra fría” en palabras de George Kennan. Se burló de la paranoia de Rusia y se arriesgó a que surgiera un patriota beligerante, que es lo que ocurrió en el caso de Putin. Pero en ningún momento Occidente se ha levantado en armas contra Rusia, ni siquiera cuando Rusia atacó y “repatrió” de forma sucesiva zonas de la vecina Georgia, Chechenia e incluso Ucrania.

La invasión lanzada por Moscú en primavera contra Ucrania fue de una escala completamente diferente a la intrusión de 2014 en el Donbás. Fue tan descarada y brutal que el apoyo militar extranjero a Kiev fue tanto humanitario como estratégico. Sin embargo, desde el principio, la OTAN no hizo nada para confirmar la mentira de Moscú de que Occidente había tomado las armas contra el territorio ruso. No se iban a utilizar misiles de largo alcance, ni bombarderos, ni tropas occidentales luchando sobre el terreno. Solo con sanciones económicas, Occidente prestó verosimilitud a la afirmación de Putin de que estaba atacando a la propia Rusia.

Putin le ha causado un gran daño a su nación. Ha revelado que su ejército es una farsa de Potemkin, que sus generales son unos aduladores incompetentes. Muchos de sus conciudadanos, orgullosos rusos que durante mucho tiempo apoyaron su grandilocuencia, ahora se muestran abiertamente hostiles con respecto a su movilización. Las encuestas indican que entre una cuarta parte y la mitad de los rusos se oponen a la guerra. Solo el espectacular disgusto que han provocado en Occidente las sanciones de Moscú en materia de gas como represalia le ha dado un respiro al Kremlin. Por lo demás, Putin se queda sin opciones. Como muchos comandantes que se ven obligados a retirarse, lo atormenta la decisión de elegir entre una escalada o una derrota miserable.

Durante la guerra fría, se les enseñó a los civiles europeos cómo responder a un potencial intercambio termonuclear. El horror ante la “destrucción mutua asegurada” estaba tan arraigado que se extendió a la diplomacia de las grandes potencias y creó una infraestructura de canales secundarios y aversión a los conflictos. El más mínimo indicio de peligro, como ocurrió durante la crisis de Cuba en 1962 y un fallo de radar en 1983, provocó un rápido retorno a la cordura.

No existe ninguna razón –o no debería existir– para considerar la crisis actual como un regreso a la guerra fría y a la confrontación nuclear. Las grandes potencias no se encuentran en una disputa existencial. Incluso Putin amenaza únicamente con armas nucleares tácticas. Dada la debilidad de sus fuerzas sobre el terreno, resulta difícil ver qué ventaja le aportarían dichas armas en lo que constituye una guerra de infantería convencional por un territorio. Serían un gesto, que seguramente le haría perder apoyo tanto en su país como en el extranjero entre sus supuestos admiradores en China e India. En cuanto a una “respuesta” nuclear por parte de Occidente, no cumpliría ningún propósito táctico y simplemente daría pie a una escalada.

Nos dicen que si Putin cayera, lo sustituirían figuras incluso de “línea más dura” de su círculo. Rusia está como todos los regímenes sujetos a sanciones. Las élites asediadas empujan a los opositores y a los moderados a la clandestinidad o al exilio. Se atrincheran y se vuelven cada vez menos vulnerables a la diplomacia y a la presión económica. No obstante, todas las guerras deben terminar. La de Rusia en Ucrania se ha prolongado durante ocho años y ha adquirido cada vez más la apariencia de un conflicto de apoderados de oeste contra el este. He ahí el peligro de la escalada de Putin.

La ayuda occidental ha permitido que Ucrania haga retroceder a las tropas rusas hacia las fronteras que existían en 2014. Ucrania y Occidente se han unido para desafiar a un régimen brutal y autoritario, y han tenido un gran éxito. El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ahora pone en riesgo esa unidad al afirmar que desea recibir cada vez más ayuda occidental para expulsar a Rusia de toda Ucrania, incluso de Crimea.

Aunque su causa sigue siendo justa, debe llegar un momento en que una guerra que pretende conquistar toda Ucrania se convierta en una cuestión de dónde trazar una frontera de armisticio, como ocurre con las infracciones rusas contra la soberanía de sus vecinos en Chechenia, Georgia, Crimea y el Donbás. En algún momento, quizás después de una nueva ofensiva ucraniana en dirección al este, se deberá realizar un esfuerzo diferente, para animar a las partes a pactar un acuerdo de paz. Los recientes acuerdos relativos a la exportación de trigo y al intercambio de prisioneros demuestran que existen esos canales.

Eso supondrá un nuevo reto. El mundo de los compromisos, los plebiscitos, las fronteras y las garantías puede ser menos dramático que el de las armas, las bombas, los tanques y los tambores. Sin embargo, tiene que ser el mundo del futuro. Tiene que presagiar la reconstrucción de Ucrania. No existe ningún interés imaginable en revivir los horrores de un conflicto nuclear entre el este y el oeste simplemente porque un gobernante ruso perdió la razón.

Simon Jenkins es columnista de The Guardian.

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