La appificación es el fenómeno donde casi cualquier servicio, tarea o interacción cotidiana se transforma en una aplicación móvil. Vivimos bajo la lógica de que todo debe pasar por una app: descargable, con cuenta, contraseña y notificaciones incluidas.
¿Cuántas aplicaciones tienes descargadas en tu celular?
¿Y cuántas de esas usas en realidad?
Desde hace casi dos décadas celebramos la expansión de las aplicaciones móviles como símbolo de innovación y de acceso democratizado a los servicios de telecomunicaciones. Pero el exceso tecnológico en el que vivimos ha cambiado la narrativa: las apps, en lugar de simplificar nuestra vida hiperconectada, la saturan.
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En promedio, cada smartphone tiene entre 80 y 100 aplicaciones instaladas, pero el usuario típico solo usa 10 al día y unas 30 al mes (TechJury.net). Cuantas más descargamos, más se pierden en ese mar de íconos que habita nuestros dispositivos. Y menos las usamos, porque pocas realmente aportan valor. La “fatiga de las apps” no es algo que te pasa solo a ti: es una experiencia colectiva.
En 2024, las apps móviles generaron 935 mil millones de dólares a nivel mundial (Buildfire.com), y más del 90 % del tiempo que pasamos en el celular lo dedicamos a ellas. Pero ese dominio ya muestra señales de desgaste. Según ZDNet.com, las descargas de nuevas apps han disminuido y los usuarios se quejan del tedio de crear cuentas, recordar contraseñas y aceptar permisos invasivos.
Cada servicio demanda su propia app, cada app, una nueva contraseña. A esto se suma la forma en que clasificamos y gestionamos nuestras aplicaciones. En transporte, Uber, DiDi o Cabify transformaron por completo la lógica del taxi. En educación, plataformas como Platzi o Crehana dieron forma a una nueva generación de autodidactas. Y en comunicación, WhatsApp domina en América Latina, con tasas de penetración superiores al 90 % en varios países, según Statista.
Las aplicaciones nacieron para eliminar barreras y acercarnos. Y lo lograron. Vía WhatsApp compartimos memes con familia y amigos, pero también perdimos los límites del tiempo personal. El 82 % de los adultos cree que usar el celular durante reuniones deteriora la calidad de la conversación (PewResearch.org). Hoy, estar “conectado” no siempre significa estar “presente”, ni compartir tiempo real con quienes nos rodean. La demanda constante de atención, camuflada como notificaciones, genera ansiedad, estrés y, cada vez más, la necesidad de un “detox digital”. En un experimento de NPR, personas que bloquearon el acceso a internet en sus teléfonos durante dos semanas reportaron mejoras significativas: el 91 % dijo sentirse mejor, menos estresado, con mejor estado de ánimo.
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La situación se agrava cuando consideramos que más del 80 % de las apps rastrean datos personales (ExplodingTopics.com). Acceden a ubicación, contactos, historial, cámara, micrófono. Todo lo que hacemos se transforma en metadatos para entrenar algoritmos, personalizar anuncios o sostener modelos de negocio que giran en torno a nuestra atención. Y todo esto lo permitimos sin leer los términos de uso, dejando en manos de los desarrolladores nuestro supuesto consentimiento informado.
En América Latina, países como Brasil o México han adoptado leyes de protección de datos inspiradas en el modelo europeo (GDPR). Pero nuestra cultura digital aún tiene vacíos: confianza ciega en las plataformas, contratos ignorados y opacidad algorítmica que impide a los usuarios tomar decisiones informadas. A eso se suman filtraciones de datos —como las bases de datos gubernamentales expuestas en México— que evidencian la fragilidad de nuestros entornos digitales.
Estudios como los citados en Doonamis.com explican que las notificaciones push activan una respuesta de anticipación y curiosidad en el cerebro, liberando dopamina. Esa descarga genera una reacción condicionada: sentimos la necesidad de revisar el teléfono, aunque no haya nada importante. Las apps interrumpen, fragmentan, distraen. Nuestra atención se diluye en micro-momentos. Nuestra memoria se delega a Google Calendar y al GPS. Decisiones cotidianas —desde qué ruta tomar hasta qué serie ver— se entregan a algoritmos. Y con ellos, el scroll infinito, los likes, las recompensas visuales: estímulos que refuerzan comportamientos compulsivos y alimentan una adicción a las redes sociales ligada a ansiedad, baja autoestima, aislamiento y una creciente insatisfacción vital.
La promesa inicial de las apps era hacernos la vida más fácil. Hoy, vivimos atrapados en un ecosistema digital con algoritmos que compiten por nuestra atención, nuestra privacidad y nuestro tiempo. Tal vez es momento de preguntarnos si realmente somos nosotros quienes usamos las aplicaciones, o si son ellas las que nos están usando a nosotros.
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¿Hasta qué punto estamos dispuestos a ceder control por conveniencia? Vale la pena desconectarse un momento y repensar nuestra relación con lo digital, antes de que la appificación defina por completo cómo pensamos, actuamos y nos relacionamos.
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