‘El nivel del mar crece y el clima cambia’: lecciones del ciclón de Mozambique
Palmira Mussa, madre y campesina, de 38, junto a su árbol de plátano destruido por las langostas. Foto: Elena Heatherwick

El árbol estuvo en la plaza durante casi 100 años. El padre de Afonso Reis lo plantó antes de su nacimiento. Él trabajaba como conductor y “le gustaban los árboles”, dice Reis, quien tiene más de 70 años. Las personas solían comer sus frutos amargos y rojos, pero más recientemente le proporcionaba una agradable sombra a los comerciantes de un concurrido mercado en Beira, una de las ciudades más grandes de Mozambique.

“Me gustaba sentarme bajo las ramas”, dice Fina de 21 años, vendedora de tomates, pepinos, cebollas y ajos en los caóticos pasillos del mercado. Otros venden plátanos, naranjas, o ropa de segunda mano. Aunque la vida cambiara, el árbol parecía constante. Pero algo extraño sucedió. Alrededor de las 2pm del 14 de marzo de 2019, el árbol colapsó y cayó hasta el suelo. No hubo heridos, pero a muchos los tomó por sorpresa. “Sólo había una pequeña brisa”, dice Fina. “¿Quién habría pensado que un árbol de ese tamaño simplemente caería?”

También lee: El mundo podría perder los objetivos del Acuerdo de París, advierte ministro británico

Siete horas después, el ciclón más letal en la historia del sur de África golpeó a Mozambique, antes de seguir por tierra hacia Zimbabwe y Malawi. El ciclón Idai mató a más de 1,000 personas y devastó Beira, una creciente ciudad puerto de 500,000 personas, construida en el delta del canal de Mozambique en la costa este de África. Primero azotó el viento, con ráfagas de hasta 200 kilómetros por hora, con fuerza suficiente para arrancar tejados y mandar por los aires platos, sillas e incluso perros y gatos. La peste de cadáveres animales descomponiéndose sobre los árboles permaneció durante días.

Después vinieron los días de fuertes lluvias y, como consecuencia, inundaciones. Beira yace en la boca de dos grandes ríos, el Buzi y el Pungwe; ambos se desbordaron y sumergieron a las aldeas que los rodean. Algunas personas quedaron atrapadas sobre las azoteas y se formó un lago en tierra del tamaño de Luxemburgo. Miles de árboles se arrancaron desde las raíces y al menos el 70% de los edificios sufrieron daños severos, muchos perdieron los tejados; seis escuelas y 60 iglesias se destruyeron por completo. El ciclón cerró las calles y clausuró el aeropuerto. Los supermercados se quedaron sin comida. Los habitantes tuvieron que racionar el agua y el pan. Más de 146,000 personas perdieron sus hogares en cuatro provincias.

También lee: Los meses perdidos | Así es como la lupa de la pandemia de Covid reveló cómo somos

Casi dos años después, Mozambique intenta reconstruirse. Pero vivimos en una época de desastres naturales sin precedentes: sequías extremas, inundaciones épicas, e incendios forestales apocalípticos. ¿Acaso veremos que se hagan más frecuentes los azotes naturales, tales como Idai, sobre países que tal vez no están preparados para manejarlos? ¿Qué tanto es culpable la crisis climática, y qué pueden hacer los países ricos para ayudar?

Conocí a Rita Chiramswuana, de 51 años, y a Fatima Vasco Limo, de 45, en febrero, 11 meses después del ciclón, en una agujereada casa de campaña en el campamento de Ndedja, que aloja a 2,355 en 471 casas, y está a dos horas en coche de Beira. Ellas son agricultoras de John Segredo, una aldea cercana de 200 personas, tienen 16 niños entre las dos, incluyendo a Zacarias, de 11 años, a quien Chiramswuana adoptó hace cinco años, después de la muerte de su madre y padre.

Chiramswuana es alegre y tiene un estilo vivaz. Le gusta la joyería y usa barniz de uñas azul y un sombrero de crochet. Vasco Limo es más callada, más serena. Ellas son amigas desde hace muchos años. “Nuestra amistad es así”, dice Chiramswuana y levanta su dedo índice. “Ella es como el dedo y yo soy la uña”.

También lee: La moratoria de Zambia da luz verde al ‘tsunami’ de las deudas de África

Chiramswuana, su esposo y sus nueve hijos vivían en dos pequeñas casas en la aldea. Vasco Limo y su familia tenían un hogar similar. Cultivaban sus propios alimentos (col, cacahuates, maíz, frijoles), tenían agua potable cerca, y ganaban suficiente dinero para enviar a sus hijos a la escuela (la educación es gratuita hasta el décimo grado, cuando los alumnos tienen 15 años, pero los padres tienen que comprar los libros desde el octavo grado). También podían comprar cosas para sus hogares: sillas de plástico, sartenes, cubiertos. Chiramswuana tenía 20 patos y 30 pollos; Vasco Limo tenía 15 pollos y dos cabras, signo de estatus elevado en su aldea. Ambas soñaban con tener una “casa de verdad”, de ladrillos en lugar de lodo y paja, y una linterna. “De noche es muy oscuro. Vienen las serpientes y no las puedes ver”, dice Chiramswuana. Pero vivían conformes.

Ya habían pasado tormentas por la aldea, con vientos fuertes y mucha lluvia; cuando Vasco Limo escuchó a los vecinos hablar del ciclón, pensó que se trataba de algo similar (hubo una alerta del gobierno en la radio, pero no tienen una). A las 6pm, cocinó batatas y otros vegetales para su familia. Cuando comenzó el ciclón alrededor de las 8pm, estaba dentro de su casa con su esposo y sus tres hijos menores, de 10, 14 y 4 años (los otros estaban en una casa cercana). Sus pollos y cabras estaban con ella.

También lee: Un estudio encuentra indicios de vida en Doggerland después de tsunamis devastadores

A las 9pm, el viento rugió con mayor fuerza. Se escuchó un estruendo. “El techo salió volando”, dice. Permanecieron ahí sentados toda la noche, con la casa expuesta a los elementos: “Estaba muy oscuro. Abracé a los niños”.

El mundo se volvió gris y comenzó a llover. “El viento sonaba como un ruidoso ventilador”, dice. “Drrrrrrr”. Otros dijeron que se sintió como si “el ciclón viniera por debajo de la tierra”. Para las 5am se detuvo el viento y Vasco Limo salió. “Vi que las casas colapsaron y que había personas muertas”. Entre ellas estaba Anna, su vecina de 60 años. “Entonces escuché los gritos de las personas, ‘¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Ayuda!’ Mi esposo corrió a ver cuál era el problema. Vio un gran cuerpo de agua, una inundación, y volvió corriendo”.

Vasco Limo y su familia lograron escapar de la inundación; se adelantaron a las oleadas de personas y llegaron a terreno alto antes de lo peor. Pero Chiramswuana no lo logró. “Las personas intentaban huir pero el agua llegó muy rápido, con mucha fuerza”, dice. Con el agua casi en la cintura, “lo único que pude hacer fue escalar un árbol. Primero subió uno y ayudó a subir a los demás. Las personas pasaban de una mano a otra”.

Chiramswuana fue la última en salir del agua: ella y su familia permanecieron sobre un árbol de mangos durante 24 horas, bajo la torrencial lluvia, sin alimentos, pero demasiado alterados como para sentir hambre. Ella se sentó en silencio sobre una rama con su hija de ocho años sobre sus piernas, un brazo alrededor del tronco y el otro alrededor de la niña, intentando no mirar la devastación de abajo: “Cerdos, cabras, pollos, cajas, bocinas, DVDs, y hasta personas en la corriente”. Su hermano y su hijo de cinco años se refugiaron en un árbol distinto, el cual colapsó. Encontraron su cuerpo cubierto de arena dos días después; el de su hijo estaba a 400 metros de distancia.

También lee: Los meses perdidos | Así es como la lupa de la pandemia de Covid reveló cómo somos

Cuando Chiramswuana vio a Vasco Limo en el campamento cuatro días después, cayó exhausta en sus brazos. Ahora Vasco Limo dice del árbol: “¡Este es mi Dios! ¡Le doy gracias!”. Pero la aldea desapareció y no pueden volver a casa. Viven en refugios improvisados y dependen de los recursos de asistencia. Les dieron semillas y un pequeño terreno. Pero hubo lluvias inusuales en enero, un desastroso cambio de planes para los que dependían de su primera cosecha después del ciclón. “Los cultivos son inútiles”, dice Vasco Lima. “Cuando teníamos ahorros, mi esposo y yo solíamos decir, ‘¿Compraremos un pato o un pollo?’ Estaba construyendo una vida. Y ahora ya no puedo hacerlo. Todo está perdido, todo, así de fácil”.

El día de hoy, Vasco Limo, Chiramswuana y alrededor de 2,300 personas despojadas viven en el campamento. Tienen que hacer filas para recibir asistencia, pues su última cosecha también fue un desastre. “El calor intenso destruyó los cultivos”, dice Chiramswuana. Pero las semillas más recientes “están creciendo bien”, y hay mangos que recolectar de los árboles. Conforme pasan los meses, me dice Vasco Limo “las cosas mejoran lentamente”; ahora tiene paneles solares. Pero hay un nuevo miedo: el Covid-19. Las cifras son relativamente bajas en Mozambique, con 16,521 casos y 139 muertes hasta diciembre, pero hay pocas pruebas, entonces es difícil conocer la verdadera difusión del virus. Aunque no hay Covid en Ndedja, el miedo es constante en el campamento.

El ciclón causó 3.2 mil millones de dólares en daños, equivalente al 22% del producto interno bruto del país, o la mitad de su presupuesto anual. El gobierno se vio obligado a solicitar un préstamo de 118.2 millones de dólares del Fondo Monetario Internacional (FMI) para responder a la emergencia, con lo que su deuda nacional aumentará a 14.78 mil millones.

Para las personas de Beira, el desastre desafió la lógica. Muchos recurrieron a las creencias de sus ancestros: de acuerdo con algunos residentes, un dios o demonio envió el ciclón; los vientos son el “silbido de una bestia”; las inundaciones son provocadas por “un gran animal de siete cabezas”.

También lee: La pobreza global crece mientras países ricos exigen pago de deuda: Gordon Brown

Los científicos tienen una explicación distinta. Aunque aún no se conoce por completo el papel de la crisis climática en el Ciclón Idai, los expertos creen que está vinculado con las crecientes temperaturas de la superficie marítima en el Océano Índico. “Hemos observado una creciente frecuencia de tormentas de alta intensidad”, dice Jennifer Fitchett, profesora en la University of the Witwatersrand en Johannesburgo, Sudáfrica. Kenneth llegó después de Idai, otro ciclón de categoría 4 que azotó la frontera de Mozambique y Tanzania seis semanas después. (Es muy inusual que haya dos tormentas tropicales fuertes en una sola temporada en el Canal de Mozambique).

Tan solo la semana pasada, el 30 de diciembre, Chalane, una poderosa tormenta tropical, trajo consigo fuertes lluvias y vientos a Beira. El ojo de la tormenta estaba sobre el norte de la ciudad, donde destruyó edificios y levantó tejados, incluyendo el del hospital rural Nhamatanda. Más de 26,000 viviendas se vieron afectadas; 265 familias ahora están en refugios temporales

“No cabe ninguna duda de que cuando hay un ciclón tropical (tal como Idai), entonces la intensidad de las lluvias es más alta por el cambio climático”, dice Friederike Otto, directora del Environmental Change Institute de la Universidad de Oxford. “También, por el crecimiento del nivel del mar, las inundaciones resultantes son más intensas de lo que serían sin el cambio climático provocado por los humanos”.

También lee: El miedo al ‘Apocalipsis’ climático hace que las personas dejen de tener hijos: estudio

No obstante, la gravedad del impacto de Idai se explica menos con la intensidad de la tormenta que no el hecho de que azotó a una de las naciones peor preparadas para lidiar con una. En Beira, hay un gran número de casas de campo y zonas comerciales, con amplias calles llenas de árboles, planificadas formalmente por los portugueses durante la ocupación colonial (Mozambique se independizó en 1975). En cualquier otro lado, miles de personas viven hacinadas en edificios mal construidos. El ingreso promedio es menor a $3 dólares al día, apenas suficiente para comprar dos kilogramos de azúcar y cuatro hogazas de pan. El hotel Grande, inaugurado en 1955 principalmente para turistas blancos y ricos del Southern Rhodesia (en esa época era una colonia británica, y ahora es Zimbabwe) que jamás llegaron, ahora es una zona marginada. Incluso hay familias que viven en las ruinas de la escalera de caracol, la aprovechan por su sombra.

La fuente de empleo principal es el puerto. Fundado a finales del Siglo XIX, es un importante punto de entrada de bienes al país y más allá. Southern Rhodesia convirtió a Beira en su puerto estratégico en los 1930s y ese legado sigue presente en los ferrocarriles, carreteras y redes de tuberías. Hay algunos negocios (financieros y de microcréditos) pero la economía es ampliamente informal, los hombres pescan y las mujeres venden fruta, vegetales y ropa de segunda mano en puestos de mercado.

Daviz Simango es alcalde de Beira desde 2003. En 2014, se presentó ante donadores internacionales para presentar el Beira Master Plan y advirtió de los daños de la crisis ambiental para una ciudad apenas sobre el nivel del mar, con decadentes defensas marítimas contra las inundaciones costeras. Simango esbozó un ambicioso plan para impulsar la resiliencia de Beira para 2035 con un proyecto de infraestructura ecológica que incluye plantar 7,000 árboles y reparar los manglares. El daño de los ciclones obligó a Simango, al gobierno de Mozambique y a una comitiva de expertos globales a pensar en soluciones más urgentes para lo que él llama “la ciudad más vulnerable ante el clima de Mozambique”.

También lee: El chocolate, una amarga labor para miles de niños en países productores de cacao

“Todos los días veo cómo cambia el clima”, me dice Simango durante nuestra reunión. “El nivel del mar crece, las olas son más grandes y fuertes. Veo cómo cambia la temperatura. Ya no es como antes”.

El ciclón Idai llegó cuando los países occidentales consideraban opciones para ayudar a las naciones más pobres en la primera línea de batalla contra el cambio climático. Pero en la conferencia del cambio climático COP 25 de la ONU en Madrid en diciembre de 2019, los legisladores no convinieron un mecanismo para que los países más ricos proporcionen asistencia financiera. “Imagínate a una persona pobre frente a un restaurante elegante”, dice Simango. “Pasas junto a la persona pobre, entras al restaurante y ordenas algo. Cuando terminas de comer, sales y le dices a la persona, ‘te toca pagar’ “.

Cuando visite, Beira aún parecía un campo de guerra. Sólo han reconstruido el 30% de la ciudad: 48 escuelas siguen sin techo. “Cuando llueve, los niños se van a casa”, dice Simango. “No hay escuela”.

Mozambique no tuvo que realizar un confinamiento total como otros países, pero escuelas, restaurantes e iglesias cerraron después de los primeros casos de Covid en marzo. El día de hoy, el país vuelve lentamente a la vida normal. Los habitantes de Beira han sufrido más por las consecuencias del ciclón que por la pandemia global. El Hospital Central huele a humedad y hay manchas de agua en las paredes. Aquí es donde se hizo obvia la gigantez del desastre. Doctores trabajando en un sistema de por sí sin fondos trataron 450 casos en tres días: fracturas, lesiones de compresión, heridas ocasionadas por escombros, piel azulada y dolores de pecho provocados al casi ahogarse.

También lee: Una política verde agresiva ahorraría millones de dólares a EU: reporte

Incluso ahora, la unidad de cuidado intensivo neonatal está llena de escombros y no es útil. “Tenemos que cuidar a esos bebés en la unidad de pediatría”, dice Boniface Rodrigues, un veterano doctor y portavoz del hospital, y resaltó que es posible que se hayan perdido vidas como consecuencia. “Hacemos lo mejor que podemos, pero no es el cuidado intensivo neonatal que deberíamos dar”. Tuvieron que pasar ocho meses para que repararan el quirófano.

También lee: ‘Mini-reactores’ flotantes llevarían energía a países en desarrollo en 2025, dice startup

El club de navegación en la playa Macuti, en Beira, estaba abierto cuando lo visité, pero los huéspedes sólo podían sentarse en la terraza y debían traer sus propias bebidas. El restaurante, el gimnasio al aire libre y el cobertizo para botes están en ruinas. Netto Dezzimata, de 38 años, un guardia de seguridad que ayudó a evacuar el club después de que el gerente del restaurante leyó en internet la alerta de ciclón, explica cómo sobrevivió mientras el club colapsaba a su alrededor. Él pasó la noche bajo un arco de concreto con los brazos alrededor de un pilar. “No podía ver dónde terminaba el mar y dónde comenzaba la tierra, todo lo que veía era agua. Pero, como guardia de seguridad, tenía que mantener mi posición”.

Por otra parte, el Golden Peacok quedó impecable. También conocido como Chinatown, este complejo cerca del aeropuerto incluye un hotel de cinco estrellas (con restaurante oriental, spa y casino), chalets para rentar, tiendas y un parque de diversiones para niños. Los pavos reales (se cree que fueron las primeras aves importadas a Mozambique) caminan libres entre los céspedes podados y los estanques de lirios. El Golden Peacock es popular entre los empresarios chinos, y su propietario es AFECC, una compañía china de proyectos a gran escala con intereses como una mina de diamantes en Zimbabwe, una de esmeraldas en Zambia, así como hoteles y cadenas de supermercados en todo el continente africano. Los huéspedes del hotel y los chalets pasaron el ciclón en la decorada área de recepción. El daño, aunque significativo, con techos rotos en todos los edificios, fue reparado un mes después.

Miles sin hogar

Casi 92,500 personas siguen sin hogar, y viven en refugios improvisados en 71 campamentos a través de cuatro provincias. Ahora el problema es encontrar una nueva forma de vida. Antonio Silvero Namangero, de 38 años, solía pescar una gran variedad con solo una canoa y una red: largo colorado, corvina, camarón, cangrejo, langostino, y el mejor de todos, el mero. “Puedes venderlo por mucho dinero”, me dijo cuando nos reunimos.

Igual que muchos hombres en el unido vecindario de Palmeiras 1, en Beira, era pescador como su padre. Vendía su pesca a los restaurantes, a los dueños de grandes mansiones y en el mercado. Gracias a ello podía mandar a sus cinco hijos a la escuela y crecer su negocio. Con su primera canoa ganó suficiente dinero para comprarse otra; dos canoas significaron que podía contratar a dos hombres. “Era una buena vida y éramos felices”, dice Namangero, cuyo objetivo era tener su propia casa.

Pero el ciclón destruyó su hogar y sus canoas, así como las de muchos otros pescadores. “Las personas tomaron la madera para prender fogatas”, recuerda.

Él se estableció en el campamento de Mandruzi, dirigido por ONGs como Unicef, Care y Oxfam, a una hora de Beira. Aquí, Namangero y su esposa recurrieron a la agricultura, actividad que fomentan las organizaciones porque es una manera práctica de recuperar la independencia. Su refugio se encuentra en un terreno con hermosas plantas que hacen ver diminuta a su hija menor: patatas, melones, maíz, y frijoles. El calor es brutal.

“Extraño las aves, la brisa, las olas”, dice Namangero. “Por las noches, me solía reunir con mis amigos para hacer fogatas y asar pescados. Aquí sólo hay coles. A veces me sofoco: primero porque no hay comida ni opciones; segundo, porque hace mucho calor y no puedo respirar”. Le pregunto si se ve como un agricultor o como un pescador. “Como un pescador”, responde.

También lee: Optimismo para un año nuevo: razones para tener esperanzas en 2021

Jose Joao Chimoio, de 37 años, quien también vive en el campamento, me enseñó el pez que capturó un día en Beira. “Le quería recordar a los niños que su padre solía llevar peces a casa. En este momento no trae nada”. El objetivo de los pescadores es reunir suficiente dinero de la agricultura para comprar una canoa, que tiene un precio cercano a las 180 libras (4,893 pesos), y “volver a la vida normal”.

Pero la agricultura tiene sus desventajas. “Puedes pasar seis meses cultivando pero al final tener sólo seis bolsas de arroz”, dice Amadeau Wilson Ibraim, de 40 años. “Y esas seis bolsas no duran mucho. En la pesca, atrapar pescados y después comes o vendes lo que atrapaste. Es más inmediato”.

Namangero, Chimoio e Ibraim ofrecieron mostrarnos las playas donde se destruyeron sus canoas. Ese día, más tarde, subieron a un autobús hacia Beira, donde nos reunimos frente al mar. Lo primero que hacen es correr hacia el mar, sin importarles que se moje su ropa. Nos paramos en la playa y los vemos brincar, nadar y salpicar. Es la primera vez que Namangero toca el océano en ocho meses. “Es increíble”, dice. “Me siento como un pájaro volando”.

Él todavía no tiene dinero para comprar un nuevo bote o redes, y tampoco Ibraim y Chimoio. Esta es la razón por la que siguen en el campamento, intentando cultivar. “Más personas se mudan aquí porque no se inunda y hay electricidad”, dice Namangero.

Pero hay otra desagradable sorpresa.

Visitamos una granja cerca de Ndedja con maíz, melones y palmeras de plátano. Nos fijamos bien y vemos cosas que se mueven: grandes, amarillas y negras. Los cultivos están llenos de langostas, miles de langostas. “Habrá hambre en la familia”, dice Palmira Mussa, de 39 años, quien tiene cinco hijos y dirige la granja junto a su esposo, Gorge Adjapi, de 59 años. Las langostas devoran grandes partes de Etiopía, Kenya y Somalia, y los expertos creen que los enjambres son otro resultado del cambio climático. “La tierra está húmeda y a las langostas les gustan los ambientes húmedos, entonces se reproducen más rápido que en otros años”, dice Armando Zacarias, de 28 años, por parte de Kulima, una ONG local que colabora con Oxfam para ayudar a las comunidades de los campamentos a cultivar. Desde entonces, los expertos confirmaron la peor plaga de langostas en el este de África en los últimos 70 años.

El alcalde Simango apunta a reconstruir Beira con “Beira Back Better”, la iniciativa incluye el desarrollo de un sistema sanitario, mejorar las instalaciones del drenaje y construir escuelas más seguras. Es un objetivo ambicioso: muchos de los ciudadanos de Beira no contaban con estos beneficios antes del ciclón. Simango dice que, hasta ahora, los donadores han proporcionado el 25% del costo total de 888 millones de dólares (17.6 mil millones de pesos).

“El Ciclón Idai nos dejó muchos aprendizajes”, dice Carlos da Barca, de 47 años, administrador adjunto de Dondo, un distrito junto a Beira. “Tenemos mejores herramientas para pronósticos climáticos, mejores formas de informar a los ciudadanos. Pero eso es todo lo que tenemos: el poder de informar, no de responder”. Hoy en día, Mozambique aún no cuenta con lo necesario para evitar una catástrofe. La pobreza, la escasez de recursos y la falta de inversiones para combatir la crisis climática todavía son una amenaza para millones de vidas. “Aunque podemos predecir ciclones tropicales con días de anticipación, las alertas tempranas sólo salvan vidas si las personas tienen a donde ir”, dice Otto.

Las agencias de asistencia quieren preparaciones para los desastres, defensas fuertes contra lo peor de lo que está por venir. Hay soluciones de conservación simples: preservar los pastizales, restaurar los bosques, plantar manglares. Pero los países más contaminadores del mundo también deben hacer sacrificios por las naciones con mayores riesgos. El FMI le dijo a los países ricos, que han causado la mayor parte del calentamiento hasta ahora, que deben hacer más para ayudar. “Las crecientes temperaturas tienen consecuencias desiguales en todo el mundo, la mayor parte las sufren los países que menos pueden protegerse”, dijo en 2017. Y, por supuesto, en los últimos nueve meses, la crisis climática salió de la agenda política, pues el Covid tiene prioridad.

Le pregunto a Chiramswuana si ha tenido pesadillas sobre el Ciclón Idai. “He tenido sueños”, dice. Le llegan incluso cuando está despierta. “Es como algo que se reproduce frente a tus ojos, como cuando ves la TV. No me gusta, pero ahí se queda, lo que sucedió. No me siento enojada”, añade. “Me siento triste”

Síguenos en

Google News
Flipboard