Cómo la democracia disfuncional alimenta el incendio autoritario
Contraintuitivo
Cómo la democracia disfuncional alimenta el incendio autoritario
Foto: Michal Matlon/Unsplash.com

Tras la oleada autoritaria que sacudió al mundo en la última década, los académicos, líderes de negocios y opinión no han dejado de asombrarse por la ferviente codependencia entre los nuevos líderes autoritarios y las masas que apoyan una doctrina política que parece estar fundada en sustituir el estado de derecho por impunidad, la libertad del individuo fundada en los derechos humanos por la obediencia sumisa y ciega al líder, y la racionalidad y la ciencia por el prejuicio y la ignorancia. Esto es algo incomprensible para quien piensa que la solución a los problemas en una sociedad necesariamente pasa por la justicia, la libertad y el conocimiento, y hace indispensable un intento por descifrar la lógica que permitió el resurgimiento del autoritarismo en detrimento de la democracia.

Hasta hoy, la catástrofe más grande que la humanidad se ha autoinfligido es la Segunda Guerra Mundial. En este horroroso episodio de la historia, convergieron —como ahora— las peores conductas de líderes megalómanos, apoyados de manera ferviente por masas irracionales, junto con el aprovechamiento a escala industrial de todo cuanto el conocimiento científico de la época podía ofrecer a las artes del odio y la guerra. Al final, cuando la humanidad regresó a un nivel aceptable de sobriedad y cordura, los costos y las nuevas capacidades de destrucción eran tan grandes que entre los ganadores y arquitectos del mundo, incluido el bloque soviético, emergió un consenso para dar un piso de racionalidad a los procesos que hicieron gobernable al mundo otra vez.

A partir de ese consenso, surgieron instituciones y acuerdos que, a pesar de la Guerra Fría, dieron forma a un método que instituyó límites razonados para el manejo de problemas y conflictos, como el muy cuestionable y terrible entendimiento de destrucción mutua asegurada entre Estados Unidos y la URSS (MAD, por sus siglas en inglés). Bajo estos acuerdos, florecieron organizaciones, como la Organización de las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud y sus subsidiarias, abocadas a los problemas que, dejados a la deriva, podrían desencadenar una nueva guerra mundial que ahora sí trajera la aniquilación total.

También lee: México es una nación víctima

En Occidente, durante las décadas de la bipolaridad capitalismo-comunismo y con más fuerza a partir del colapso del bloque soviético, esta nueva forma de pensar buscó construir una gobernanza estable en torno a la aspiración por organizar gobiernos, instituciones y liderazgos fundados en el estado de derecho, los derechos humanos (libertad y dignidad del ciudadano) y el uso de la ciencia y la tecnología para generar “progreso”. Esto a su vez provocó cambios sistémicos que beneficiaron a grandes sectores de la humanidad, como la revolución verde que abatió el hambre y la universalización de la salud pública, que juntas elevaron como nunca en la historia la esperanza de vida.

El problema es que dichas instituciones económicas, políticas y sociales, una vez consolidadas, también se transformaron en barreras para la movilidad social. De la misma manera en la que el ingeniero agrónomo o cualquier otro profesionista, científico, burócrata o emprendedor, tras generar beneficios tangibles en su ámbito de acción, tiende a agruparse en una minoría de especialistas y meritócratas cuyo nivel de vida y prestigio se vuelve inalcanzable para la mayor parte de la población. Sobre todo, en las naciones disfuncionales donde los mecanismos que hacen posible la movilidad social, como la impartición de justicia, los sistemas de educación pública de calidad, salud, competencia económica y financiamiento a los pequeños negocios, no se han construido o se han deteriorado. De hecho, la evidencia muestra que en este hemisferio, a partir de la década de 1980, los incrementos en la productividad auspiciados por los avances científicos, organizacionales y tecnológicos fueron capturados casi por completo por las élites, sin que la mayor parte de la población tuviera una participación significativa en la bonanza económica de las últimas décadas. De forma que para quien no tiene conexiones, acceso a la educación de alto nivel o a la toma de decisiones en las estructuras de poder, la justicia, la libertad y el conocimiento son piezas de un juego arreglado a favor del jugador experimentado e impenetrable para quien nunca ha jugado. Más aún, esto sucede en un momento de la historia en el que, a través de los medios electrónicos de comunicación y entretenimiento, se hizo universal el deseo por alcanzar el nivel de vida y bienestar más alto posible.

Poco a poco, la mezcla de desigualdad y mayor aspiración económica y social alcanzó el punto de tornarse explosiva. Los seguidores de los nuevos autoritarios no son actores inconscientes que no entienden lo que significa construir una nación basada en la impunidad, la obediencia y la ignorancia. Al contrario, llevan años escuchando a las élites repetir sin cesar el mantra de la democracia representativa, fundada en el estado de derecho, la libertad individual y el progreso científico y tecnológico, tanto que les exaspera la falta de posibilidades reales para beneficiarse en este modelo y han aceptado sin pestañear la propuesta del gran líder que lo único que les vende es el polo contrario. Así, la nueva definición de la realidad, que tanto nos escandaliza y nos resulta incomprensible, está enmarcada por la lógica simple de oponerse a los principios de aquello que confina a la mayoría de la población. Y, paradójicamente, cuanto más tratan las fuerzas democráticas de mostrar el “error” de las masas autoritarias, vociferando “justicia, libertad y racionalidad”, más refuerzan la causa y el afecto por el líder autoritario.

También lee: ‘Cuando la intolerancia adereza la polarización, está en riesgo la democracia’: Lorenzo Córdova

Tal como el estado de derecho, la libertad y el conocimiento se complementan y potencian entre sí, la impunidad, la obediencia y la ignorancia también son partes de un sistema coherente. El objetivo de quienes veneran a los nuevos autoritarios es lograr o recuperar un estatus social y económico que, por razones diversas, no pueden labrarse o mantener en un sistema racional y meritocrático. Por ello el primer paso es la captura del sistema político y judicial para transformarlo en un mecanismo desde el que se gestione la impunidad, de forma que sea posible castigar y limitar a los otros (ellos) y beneficiar a los propios (nosotros). También por eso en estos sistemas es inseparable la política electoral de la identidad (ellos contra nosotros). A continuación, sigue la purga y/o destrucción de las instituciones elitistas (universidades, organizaciones de gobierno, sociedades gremiales y empresariales) que, bajo esa forma de ver las cosas, están pobladas por los opresores. Con esto se logran múltiples objetivos, como acabar con las estadísticas oficiales que desmienten la remodelación de la realidad conforme al antojo del líder, abrir espacios y movilidad social para los desposeídos que han sido marginados por la meritocracia, y confiscar los cuantiosos recursos destinados a los bienes públicos —esos que benefician a todos—, concentrarlos y repartirlos entre las clientelas electorales que veneran al líder. Por último, la transformación autoritaria, cuyo principal enemigo y disolvente son la realidad y las relaciones de causa y efecto, culmina cuando los seguidores se entregan por completo a las teorías de conspiración, el amedrentamiento ciego de quienes son percibidos como diferentes o contrarios, y se elimina cualquier traza optimista y “retrógrada”, según esa perspectiva, que pretenda repartir el botín de los ganadores en soluciones que abarquen a todos quienes forman parte de la sociedad (bienes públicos).

La evidencia histórica nos indica que, una vez que una dinámica de este tipo se establece como régimen, no puede ser contrarrestada con facilidad y sólo fenece, a la manera de los grandes incendios forestales, cuando ocurre una de dos cosas: la primera es el agotamiento del bosque o el combustible, lo que significa la imposición de la realidad sobre la fantasía en la forma de crisis económicas severas y prolongadas, la exacerbación de la desigualdad, la guerra con otras naciones y la pérdida de la paz y el orden interior; la segunda es el cambio de clima y el advenimiento de las lluvias, lo que podemos encontrar en las grandes discontinuidades de la historia, como el descubrimiento de América y la Revolución industrial para Europa, que ampliaron los horizontes de la gente y obligaron a muchas naciones a reorganizarse y unificarse para participar de las nuevas oportunidades.

También lee: Por el bien de la democracia, los gigantes de las redes sociales deben pagar a los periódicos

En este momento en el que el futuro se ve lleno de dificultades, principalmente por el deterioro y destrucción de nuestro entorno, no es sabio esperar a que los nuevos autoritarismos se agoten por sí mismos, ya que las consecuencias probablemente nos llevarían a un punto de no retorno en varios frentes. Desafortunadamente, tampoco tenemos a la mano el descubrimiento de una nueva “América”, aunque están claras algunas barreras que, de ser conquistadas, serían como las lluvias torrenciales de verano que extinguen los grandes incendios (por ejemplo, una nueva fuente de energía abundante, barata y poco contaminante). Por ahora, la mejor salida es dejar de empujar como solución las mismas consignas que alimentan la furia de quienes hoy siguen a los autoritarios y replantear por completo lo que significan en esta era la justicia, la libertad y el uso del conocimiento, para crear nuevas formas de organización económica, política y social. Formas que, en lugar de institucionalizar la desigualdad, abran oportunidades tangibles y reales a las mayorías, con el objetivo de que logren ser parte de y tener un lugar digno y pacífico en la sociedad.

También hay que entender que hoy las personas de temple democrático se sienten agraviadas por lo que pasa y sus reflejos los llevan a la confrontación; pero ante una gigantesca pared de fuego que avanza sin control es inútil saltar frente a las llamas. Lo mejor es ir por delante abriendo brechas y caminos que guíen el desastre hacia donde obtenga menos combustible y sea posible apagarlo por partes.

@CarlosViniegra

*Carlos Viniegra es economista. Desde hace más de 20 años se ha interesado en el estudio y análisis de los sistemas complejos, con referencia a los económicos y políticos, sobre los que ha publicado el libro Amos, Lacayos y Vasallos.

Síguenos en

Google News
Flipboard