¿Y cuándo usan… qué usan? Nuestros cuerpos como territorios
Un cuarto público

Abogada y escritora de clóset. Dedica su vida a temas de género y feminismos. Fundadora de Gender Issues, organización dedicada a políticas públicas para la igualdad. Cuenta con un doctorado en Política Pública y una estancia postdoctoral en la Universidad de Edimburgo. Coordinó el Programa de Género de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey durante tres años y es profesora en temas de género. Actualmente es Directora de Género e Inclusión Social del proyecto SURGES en The Palladium Group.

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¿Y cuándo usan… qué usan? Nuestros cuerpos como territorios
Foto: Pixabay

Es importante cuestionarnos todas las estrategias de manutención del orden basado en la dominación arbitraria sobre la vida de las personas y sus territorios, incluyendo sus cuerpos”. Rita Segato 

Una de las películas que más vi en la adolescencia es La sonrisa de Mona Lisa. Recuerdo bien la escena en la que una de las chicas conseguía de manera ilegal pastillas anticonceptivas. Eran los años 50, época que daba inicio a la segunda ola del feminismo en gran parte de Estados Unidos y Europa, y en la que la liberación sexual, el control de las mujeres sobre sus cuerpos, el acceso al aborto y los derechos sexuales y reproductivos eran de las principales exigencias. 

La sexualidad y la reproducción no son el único ámbito en que los cuerpos de las mujeres han sido vistos como un territorio sobre el que se tiene derecho a invadir, probar, reclamar y experimentar. Como señala Rita Segato, “desde las guerras tribales hasta las formales del siglo XX, los cuerpos de las mujeres podían ser apropiados, violados e inseminados como parte de la conquista y en afinidad simétrica, eran vistos como territorios mismos”. 

En el tema de los derechos sexuales y reproductivos no es muy distinto. Nuestros cuerpos han sido objeto de estudio y experimentación, repositorios de pastillas, parches, inyecciones, implantes, pastillas del día siguiente, procedimientos invasivos, cargas hormonales, esterilizaciones forzadas y negación a procedimientos definitivos para mujeres jóvenes que no quieren ser madres. Todo esto, por un lado, asumiendo la normalización de los múltiples efectos adversos que causan, y por otro, la maternidad impuesta.  

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No queda duda que los derechos sexuales y reproductivos ganados durante las distintas luchas feministas permitieron mayor libertad a una gran mayoría de mujeres; me resulta casi imposible pensar en tener que conseguir una pastilla o una inyección en el mercado negro porque es ilegal. El que muchas mujeres podamos hoy comprar métodos anticonceptivos con total libertad y accesibilidad, es sin duda, un derecho trascendental para la libertad sexual. 

No obstante lo ganado, hay preguntas fundamentales en cómo las mujeres y los hombres hemos hecho uso de esos derechos sexuales y reproductivos, en específico, en el acceso y uso de métodos anticonceptivos, y que hacen cuestionarme si realmente hemos ganado esa libertad sexual y control sobre nuestros cuerpos de la que presume el feminismo de la segunda ola. 

¿Por qué, en pleno siglo XX, con tanto avance tecnológico y científico, no han liberado más opciones anticonceptivas para hombres? ¿Por qué un ginecólogo me dijo que no hay pastillas o inyecciones para hombres porque tendrían muchos efectos secundarios? ¿Por qué somos las mujeres quiénes tenemos que cargar con la responsabilidad anticonceptiva casi de forma natural? ¿Por qué la ciencia médica no ha generado tanto conocimiento en anticoncepción masculina? ¿Por qué, a pesar de que muchas mujeres viven con efectos adversos por su uso, ha sido normalizado e invisibilizado? 

En México, quienes hemos asumido la responsabilidad de usar métodos anticonceptivos somos las mujeres. Tal es la falta de métodos para hombres, que el Consejo Nacional de Población (Conapo) señala como métodos anticonceptivos en los que los hombres tienen participación únicamente cuatro, comparado con siete para mujeres.

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De acuerdo con estimaciones de Conapo (2018), con base en Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID, 2014 y 2018), la prevalencia de uso de métodos anticonceptivos con participación masculina disminuyó entre 2014 y 2018, tanto en el grupo de mujeres en edad fértil sexualmente activas (MEFSA), y en mujeres en edad fértil unidas (MEFU). En las mujeres unidas (MEFU) pasó de 14.4 a 13.1% y en las mujeres sexualmente activas no unidas disminuyó de 18.0 a 16.8%. Es decir que, no más del 20% de los hombres tienen participación activa en el uso de anticoncepción, porcentaje que disminuye en parejas unidas. 

En cuanto a la prevalencia de anticoncepción sin participación de los hombres, las cifras se mantuvieron casi sin cambios del 2014 al 2018, con 75.6 y 75.5% para mujeres en edad fértil sexualmente activas (MEFSA) y 72.3% en 2014 a 73.1 por ciento en 2018 para mujeres en edad fértil unidas (MEFU). 

La educación sexista, la cual otorga la responsabilidad no solo de la anticoncepción sino de la reproducción a las mujeres, la normalización de los roles de género y la falta de políticas públicas género transformativas no son una combinación muy esperanzadora en el país. Las políticas públicas y la ciencia médica tienen gran responsabilidad en lograr cambios estructurales para que los hombres participen en mayor medida en la anticoncepción con sus parejas sexuales. 

La encuesta señala cómo entre más aumenta la edad de los hombres hay menor participación; los adolescentes (15 a 19 años) fue el único grupo que incrementó la participación en el uso de métodos anticonceptivos de 25.4 a 26.6% de 2014 a 2018; todos los demás grupos de edad disminuyeron llegando hasta 11.2% de participación en el grupo de edad de hombres de 45 a 49 años para MEFSA; porcentaje que baja a 10.1% para MEFU. Es decir, que, la probabilidad que los hombres participen activamente en la anticoncepción disminuye si son parejas unidas y entre más hijxs tienen. Los datos anteriores sugieren, que, entre más jóvenes son los hombres, están más dispuestos a compartir la responsabilidad anticonceptiva y que, –aunque sea un poco– se han modificando conductas basadas en una educación sexista. 

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¿Y cuando usan, qué usan?  

La participación masculina en el uso de anticonceptivos es mínima. El principal método que utilizan es el condón (11. 3% MEFSA y 7.6% MEFU); seguido por la vasectomía que solo alcanzó 2.2% en el año 2018 sin variaciones significativas para ambos grupos; y, en menores porcentajes, se encuentran el retiro con 1.7% y ritmo con 1.6%. 

En cuanto a las mujeres, al año 2018 los métodos más utilizados en el país son, el método definitivo Oclusión Tubaria Bilateral, OTB (34.6% MEFSA y 37.1 MEFU); seguido por otros (sin variaciones en ambos grupos): dispositivo intrauterino, DIU (11.5%); implante subdérmico (4.5%); inyecciones (3.9%); tradicionales (3.4%); pastillas (3.1%); parche anticonceptivo (0.8%); otros (0.1 %). 

En los números anteriores se encuentran reflejadas dinámicas con base en estereotipos de género. Lograr transformaciones a mediano y largo plazo requiere un cambio de enfoque en tres ámbitos: educación sexual integral, diseño de políticas públicas de salud sexual y reproductiva y en la ciencia médica –diseño de anticoncepción y responsabilidad en la concepción– ya no centrada únicamente en las mujeres. 

A veces me cuesta pensar que, al igual que en los años 50 de la película, seguimos luchando por decidir sobre nuestras cuerpas; y en cómo pasamos, de conseguir métodos anticonceptivos en el mercado ilegal, a ser las principales y casi únicas responsables de su uso. Quizá ya es tiempo de incluir en la conversación más elementos para una liberación de las mujeres no solo sexual, sino anticonceptiva y reproductiva y avanzar hacía una anticoncepción más igualitaria. 

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