Cultura política y comisiones autónomas
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

Cultura política y comisiones autónomas
Foto: CRE

La experiencia política reciente en Estados Unidos y México ha puesto en evidencia nuevamente que los arreglos institucionales solo son tan fuertes como arraigadas sean las normas, costumbres y demás prácticas políticas y culturales de la gente para respetarlos. Las leyes pueden decir misa sobre la división de poderes o la separación de funciones entre reguladores y tomadores de decisiones de política pública, pero estos principios solo cobran vida cuando en la práctica las personas –los políticos, jueces, funcionarios– ubican los extremos de su comportamiento dentro del conjunto de reglas escritas en los textos legales.

En Estados Unidos, el embate del presidente Donald Trump contra los lugares comunes de la política estadounidense cimbró las instituciones democráticas a grado tal que lo impensable dejó de serlo. El ejemplo más gráfico probablemente lo aportaron la renuencia a aceptar el resultado electoral y el asalto al Capitolio de enero de 2021. Ambos revelaron una verdadera fractura en el entendimiento del comportamiento político permisible. Aunque los actores políticos no abandonaron la tradición de resolver sus diferendos dentro del sistema legal, tampoco renunciaron a la insurrección y a proponer medidas extralegales para evitar el cambio pacífico de mando de un presidente a otro.

En México se aprecia un proceso similar. El discurso político desafía para algunos, transgrede para otros, los lugares comunes sobre la comunicación aceptable. La autoridad electoral enfrenta nuevamente el cuestionamiento de partidos y del presidente en el poder. Las decisiones legislativas trascendentales cuentan con el respaldo mayoritario de un solo partido. El entendimiento compartido sobre la importancia de desconcentrar y descentralizar el poder, si alguna vez existió o cobró fuerza, se desvanece. Las normas de convivencia y cooperación institucional surgidas de la alternancia democrática se antojan más incipientes que arraigadas en la tradición política mexicana.

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Dentro de esta tendencia se ubica la discusión sobre las comisiones reguladoras del sector energético. Más que de una discusión legal, somos testigos de una disputa a partir de normas, prácticas y tradiciones divergentes. La ley establece la autonomía de las comisiones reguladoras, pero ni fue siempre así ni es un hecho que lo escrito en el papel haya sido respetado al pie de la letra por los actores políticos.

Antes de los años 90, cuando otras normas políticas-culturales predominaban, era difícil imaginar que el presidente mexicano perdería control directo sobre las decisiones del sector energético. Llegados los 90, una nueva norma se difundió alrededor del mundo a favor de crear “compromisos creíbles” de la autoridad con las reglas de inversión de largo plazo. Imitando a la práctica aplicada para los bancos centrales, los gobiernos empezaron a delegar a cuerpos autónomos de técnicos la decisión sobre regulación económica, incluida la energética. México se sumó a esa ola primero con la creación comisiones reguladoras cuyas determinaciones eran recomendaciones más que decisiones de estado. Con la reforma energética de 2013, las comisiones reguladoras comenzaron a parecerse más a la mayoría de sus pares de otros países de la OCDE, cuyas resoluciones son la palabra final, salvo por el recurso frente a las cortes.

Dado el poder de estas comisiones, no sorprende que los políticos hayan tratado en todo el mundo de controlarlas nominando comisionados a modo, cuestionando su legitimidad, desafiando sus decisiones. No hay gobierno mexicano que haya renunciado a la opción de nominar para ratificación en el Poder Legislativo comisionados alineados con su preferencia ideológica. La diferencia es, quizá, que algunos gobiernos han estado más dispuestos que otros a respetar la letra y el espíritu de la autonomía legal.

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Para hacer eco de Jean-Jacques Rousseau, la autonomía es la que vive en los corazones de las personas antes que en la ley. Los textos pueden decir una cosa; al final es el comportamiento de los actores políticos el que determina si la autonomía es genuina o no.

Desde esta óptica, la autonomía de las comisiones reguladoras es menos relevante para la credibilidad del régimen de inversión eléctrico que las normas políticas que dan vida a los mecanismos de rendición de cuentas y toma de decisiones. La autoridad de regular puede estar dentro o fuera de una secretaría de Estado; al final las normas a favor de la transparencia, competencia, preparación técnica, trayectoria profesional y demás mecanismos de selección, control y toma de decisiones dicen más sobre la calidad y la sostenibilidad de las reglas de inversión. Sin duda es más fácil y recomendable evitar conflictos de interés entre la política y la técnica estableciendo una comisión reguladora con sana distancia del ejecutivo, pero en última instancia el comportamiento de los actores involucrados es fundamental.

Las empresas del sector energético invirtieron en el mundo miles de millones de dólares antes de la existencia de comisiones reguladoras autónomas. Lo volvieron a hacer con las comisiones autónomas. Podrían seguir desplegando recursos y talento aun cuando las comisiones autónomas dejaran de serlo, siempre que el ejercicio de la política propicie reglas de inversión consistentes y creíbles para el largo plazo.

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