La poesía del ocio
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

La poesía del ocio
Foto: Nadja Massün, Petite désespération, Zsennye, 2019.

“[…] Pero todo esto, el follaje, el rumor y los frutos,
es lo que cae, lo nuevo cada vez, lo inexperto.
La real existencia del árbol, su continuidad y sustento,
están en el tronco invariable”.
Josefina Vicens

Tenía ocho o nueve años y pasaba largos ratos con el cuerpo sobre la cama y la cabeza colgando en un costado, sintiendo la sangre agolparse, hirviendo, como cuando la fiebre, en la frente y las sienes suaves. Comenzaba mirando el techo, encontrando formas móviles en el tirol planchado pero, después de unos momentos, la mirada se quedaba clavada en un punto fijo y la mente viajaba a todo vapor superponiendo memorias, situaciones imaginarias, futuros quiméricos o, simplemente, nada: neblina acogedora, rítmica y tibia, no turbia ni agobiante. No le temía a esa nada. No se despeñaba de ella ninguna culpa, dolor o preocupación. No era un viaje por un túnel carotídeo, difiriendo el presente entre los remordimientos del pasado y el reconcomio por el futuro incierto pero, seguramente, terrible, como ocurre en la supuesta madurez. Más bien era una especie de placentera suspensión, de imaginación dichosa, de ensoñación azarosa y, en incontables de ocasiones, fructífera: de ella se desprendieron ideas que devinieron en juegos, objetos intervenidos para ser jugables o disposiciones espaciales escherianas, escenarios ilógicos desde el exterior y perfectos para un largo recreo interior. Esos momentos de ocio contemplativo, de regodeo en la capacidad imaginativa de la mente y en el reposo confiado del cuerpo, dieron cabida a ideas y pensamientos que permanecieron como tronco invariable, particularmente, sobre mí misma: merodeaba entre deseos para el futuro, maneras de comprender mi ser –que más bien entendía como estar– y nutridos diálogos interiores sobre lo que anhelaba y temía, lo que me era imposible lograr por más que lo intentara y lo que podía conseguir en ese momento o más adelante, siempre que el tablero de juego estuviera en mi control. El ocio que había comenzado como tedio en una reunión reinada por aburridos adultos, en medio de los deberes escolares o en esos periodos llanos entre la hora del juego y la comida, el momento del baño y la cena, era absolutamente dichoso, placentero y, ahora comprendo, fértil para la expansión del universo interior.

No pocas veces, siendo eso que llaman adulta, he intentado reproducir esos instantes de ocio tumbada en el piso o en el pasto, probando nuevamente con la cabeza colgada para ver todo patas arriba o catatónica con las piernas cruzadas en el jardín. No lo consigo. Lo más cerca que logré llegar, casi rozando esa gloriosa sensación de paladeo de mí misma, fue flotando en una alberca o en el mar. El vacío en los oídos propicia un alejamiento de todo lo tangible, del reino circundante de lo sensible. Pero dura poco, ya sea por instinto de supervivencia al sentir que comienza el hundimiento, succionada desde la cadera por una extraña fuerza subacuática o bien por el látigo sutil pero atronador de la responsabilidad de cumplir con deberes, convivir o salvaguardar la integridad de mi descendencia parada al borde del agua y decidida a lanzarse al cautivador vacío azul –cual Yves Klein– de la vacación acuática. Nunca lograba el reposo, otium en latín, necesario para acudir al llamado de la venturosa ensoñación atemporal, el ensayo sobre la libertad de la aquietada inacción. No precisaba de un vano espacial o cronológico, sino de la afable tranquilidad de la despreocupación más absoluta y egoísta. Me sentía como vicha o cariátide, inmóvil, inane sí, pero sosteniendo la estructura edificada sobre el lomo, bella y afortunada tanto como pesada y densamente habitada.

Sucedió que un sábado caminábamos por la calle de Moneda y decidimos entrar a ver la exposición que presentaba el Museo Archivo de la Fotografía, como homenaje a Nadja Massün. Ya antes me habían cautivado aquellas imágenes suyas de jóvenes espigadas y enigmáticas que bien podrían ser balcánicas o americanas, capturadas como si se tratara de una escultura moderna; las reuniones desenfadadas pero totalmente entrañables de hombres de todas las edades en La Habana, Marruecos o la Costa Chica de Guerrero; la íntima contemplación de indígenas oaxaqueñas desprovistas de exotismo o misericordia con tufo de superioridad hegemónica. Acá, sin embargo, me encontré conmigo recostada, más bien descompuesta, piernas arriba sobre una cama deshecha, mirando no a la lente sino dentro de mí misma. Ociosa sobre una mesa de cocina, observando el polvo a contraluz y brincando de una imagen ilusoria a otra, trampantojos de la profundidad de una mente contingente y caótica, glosando recuerdos y fantasías que reventaban como burbujas apenas eran rozadas por la conciencia esterilizante. Yo recostada junto a otra, también yo, que dormitaba, duermevela entre el tedio y el descanso, entre la modorra y la miel del reposo justo y necesario. Todas yo, ociosa cuando niña y adolescente, haciendo equilibrismo en el pretil que separa el sueño del desencanto, la apetencia de la decepción. Ninguna se parecía a mí, pero capturaban ese estado ocioso, cercano a la inconsciencia, que tanto anhelo ahora y no supe exactamente cuándo perdí. Una piedra de río se deslizó hasta mi garganta al poder verme sin verme, ahí, recuperar vívidamente aquello que en mi memoria se hallaba a la luz áurea de la media tarde, con las cortinas echadas, sobre una camita individual pegada a la pared y una lámpara de mimbre en el cenit. Porque, efectivamente, yo estaba ahí. Nadja, tan intimista como metida en el edredón de una cama compartida, tan poética como sentada en la banca de un parque con la luz de las seis de la tarde, tan transparente como el agua que está a punto de abrirse para recibir a una niña en un cenote maya, vio esa holganza donde se encuentra el mundo contenido, el interior y el exterior: el instante poético del ocio, lugar donde se esculpe el profundo yo.

Baudelaire puso al flaneur –improductivo, merodeador y desenfadado– y a los paraísos artificiales, como alternativas al spleen o tedio a la modernidad en en todas sus formas. Solo así podría, esa existencia nimia, estetizarse. La poesía del ocio que propongo rescatar –yo so pretexto de las fotografías de Nadja Massün y colgada de cabeza, tú que lees estas líneas, como mejor te plazca porque en esto lo que no hay son fórmulas o reglas– es una forma un tanto anterior a las de Baudelaire, un par de pasos atrás de la maledicencia, en una entonación infantil que se rebela contra la frustración del mundo circundante y alienta a reanimar la exuberante realidad interior, libre y despreocupada, ególatra y atemporal. Un tiempo detenido que huya al vértigo, al consumo, a la productividad y la angustia: posición invertida donde la ensoñación sofoque la náusea y nos fugue a la vida. La vida estará ahí y solo ahí, ahora que la realidad se presume tan tremendamente trágica y vil: en la poesía del ánima, donde subyace el amor a sí mismo y, si hay cabida honesta, a los pares, llama múltiple interior.

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