Ley minera, ¡cambiémosla ya!
Columnista invitada

Es doctora en Antropología por la UNAM. Desde hace más de 30 años ha participado en actividades de investigación en temas como conflictos agrarios, sustentabilidad en comunidades rurales, propiedad rural colectiva y los impactos de la migración y la violencia en comunidades rurales forestales. De 2016 a 2021 fue coordinadora del Seminario Universitario de Sociedad, Medio Ambiente e Instituciones. Hoy dirige la Coordinación Universitaria para la Sustentabilidad. Forma parte de la Colectiva Cambiémosla Ya. Twitter: @cambiemosla_ya

Ley minera, ¡cambiémosla ya!
El derrumbe de la mina El Pinabete en Coahuila, el pasado 3 de agosto, se registró alrededor de las 13:00 horas. Foto: @mrikelme/Twitter.

A 30 años de la publicación de la Ley minera vigente, se ha extraído del subsuelo mexicano tres veces más oro que el que se extrajo durante los 300 años de la Colonia. Esta colosal extracción de oro junto con la de otros metales se ha llevado a cabo al cobijo de la Ley minera mexicana. Esta legislación ha hecho de México uno de los destinos más atractivos en el mundo para la inversión minera, en la medida en que concede a las empresas beneficios poco comunes: periodos de concesiones de hasta 100 años y ausencia de límites de extensión territorial con casos de concesiones que abarcan hasta 300 mil hectáreas, como la de mina submarina Don Diego en el Pacífico sudcaliforniano. Es una ley que permite la compra-venta de concesiones de los bienes de la nación y la especulación en los mercados financieros transnacionales.

Han sido 30 largos años de una ley ciega a las comunidades y poblaciones locales, al patrimonio histórico y a la naturaleza, que permite incluso la minería de cielo abierto en sitios arqueológicos y sagrados y en áreas naturales protegidas. Una ley que considera la minería como “actividad preferente” frente a otras que sostienen a la propia vida, como las relacionadas con la alimentación y la conservación de ecosistemas y servicios ambientales, desconociendo derechos preexistentes sobre estos bienes, legalizando el despojo y la destrucción ambiental irreversible.

Se trata de una ley que permite que el uso minero del agua prevalezca y sea mayor al de las poblaciones, incluso en estados como Sonora y Zacatecas, donde el estrés hídrico se ve agravado por el consumo voraz de la minería. Una legislación ciega ante las afectaciones a la salud de los pobladores de los pueblos vecinos a las minas, ante la destrucción de las economías locales, ante la violación constante de derechos humanos y comunitarios y ante la presencia del crimen que protege en distintos casos las inversiones mineras.

La minería se introduce e impone a partir de la promesa del tan esperado desarrollo y del espejismo de la creación de empleos y bienes públicos locales. Sin embargo, la opacidad de las ganancias que obtienen las empresas, el trato fiscal preferencial que reciben y las reducidas rentas que pagan por el acceso a las tierras explican que, a pesar de las grandes ganancias que genera la extracción de minerales, la pobreza y la pobreza extrema prevalecen y están por encima del promedio nacional en los 15 municipios mexicanos con mayor producción de oro y plata. Aun en los grandes centros mineros, la población ocupada por las empresas es reducida; en términos nacionales, los trabajos en el sector minero representan apenas el 0.6% del empleo nacional y se presta a menudo en condiciones de outsourcing y gran vulnerabilidad, como lo muestran las repetidas desgracias de trabajadores mineros sepultados en las minas de Coahuila. Por otra parte, en 2019, la minería contribuyó solamente con solo con el 0.18% del conjunto de la recaudación fiscal del país, y en 2020, durante la pandemia por Covid-19, cuando fue declarada “actividad esencial” su contribución a la recaudación fiscal fue de 0.42%.

Es indudable que la minería contemporánea en México ha favorecido el crecimiento de grandes fortunas, pero este crecimiento lejos de generar bienestar y contribuir al bien común, como debiera hacer una actividad definida en la ley como de “utilidad pública”, ha producido una enorme concentración de la riqueza, un importante incremento de la desigualdad, la pobreza y la división comunitaria y la violencia. Por estas razones urge hoy modificar la Ley minera, obligando a las empresas a respetar los derechos de las comunidades, los pueblos y la ciudadanía, el derecho humano al agua y a un medio ambiente sano, haciéndolas transparentar sus operaciones y ganancias, subordinando sus actividades al consentimiento previo, libre e informado sobre sus actividades e implicaciones, prohibiendo la minería en zonas de importancia histórica, ritual, ambiental. Sometiendo efectivamente esta actividad productora de enormes ganancias privadas a la posibilidad de vidas y futuros sustentables y dignos a lo largo del territorio mexicano.

La actual legislatura tiene en sus manos la responsabilidad de emprender estos cambios y generar un marco legal para esta actividad que ponga en primer lugar los derechos humanos, la protección del medio ambiente, el derecho humano al agua y el interés público.

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