Los Archivos de Uber: la democracia depende de frenar a gigantes tecnológicos mercenarios
Conductores de Uber en Londres protestan durante una huelga de 24 horas para exigir mejores salarios y condiciones, octubre de 2021. Foto: Loredana Sangiuliano/Sopa/Rex/Shutterstock

Ya había taxis antes de que existiera Uber, al igual que ya existían las librerías antes de Amazon y los amigos antes de Facebook. Una gran parte de la innovación consiste en encontrar nuevas formas de ofrecer viejas ideas. La tecnología le proporciona al innovador una ventaja al reducir los costos, permitir una entrega más ágil y superar a los comerciantes establecidos que están estancados con métodos obsoletos.

Esa es la creencia fundamental del folclore de Silicon Valley. Fue la historia que Uber propagó sobre sí misma durante los años de su crecimiento más explosivo, cuando dejó de ser un servicio de renta de transporte alrededor de San Francisco para convertirse en una potencia tecnológica mundial. Se trataba del arquetipo de la disrupción digital, una aplicación que hacía coincidir la demanda con la oferta con una habilidad que sacaba a la competencia del camino.

Cuando aquellos competidores (los taxistas con licencia) se quejaron, el recién llegado desestimó sus objeciones como el estertor de la muerte de los monopolistas y las personas que se oponían a la tecnología que se interponían en el camino del progreso.

Había entonces, y todavía hay, una discusión acerca de la regulación que inhibe la innovación, y cuándo es necesario cambiarla para adaptarse a los nuevos tiempos. Ese debate resulta algo diferente en vista de las conversaciones filtradas, que datan de entre 2014 y 2017 y que fueron publicadas ayer por The Guardian, en las que se muestran los métodos despiadados y agresivos que Uber utilizó para forzar su entrada en diversos mercados de todo el mundo.

La ética mercenaria de la empresa queda resumida en un intercambio entre altos ejecutivos que discutían la amenaza que representaba para los conductores de Uber el ataque en París, cuando los operadores de taxis establecidos en la ciudad se declararon en huelga. Travis Kalanick, cofundador y exdirector ejecutivo de Uber, quería que sus conductores desafiaran la huelga mediante la desobediencia civil masiva. Cuando se le advirtió que esto podría provocar represalias violentas, Kalanick respondió: “Creo que vale la pena. La violencia garantiza el éxito”.

La insinuación, que Uber niega, se refiere a que la empresa consideró la amenaza contra sus conductores como parte de un conjunto de herramientas de relaciones públicas, junto con sus muchas palancas de influencia privada, para presionar para lograr un cambio regulatorio. La escala de esta operación, que consistía en reclutar a los principales políticos y personas influyentes de todo el mundo para promover los intereses de la empresa, resulta impresionante. (También es costosa. Solo en 2016, la empresa gastó 90 millones de dólares en grupos de presión). Uber ahora asegura que se encuentra bajo una gestión diferente que tiene un modus operandi distinto. Kalanick dejó la empresa en 2017.

No es extraño que una empresa ambiciosa y joven persiga sus intereses comerciales con una fuerza abrasiva. La crueldad es un impulsor histórico de la evolución económica. Algunos innovadores poseen una característica filantrópica, otros son rapaces. El patrón histórico consiste en que la tecnología irrumpe en la economía y solo más tarde, cuando las consecuencias más generales son visibles, la sociedad organiza una respuesta política para mitigar las desventajas. La Revolución Industrial generó una riqueza fenomenal para las industrias antes de que existieran leyes contra el trabajo infantil. Se necesitó que los trabajadores se organizaran en sindicatos para contrarrestar las fuerzas que se inclinaban naturalmente hacia la explotación masiva y la pobreza salarial. (Solo el año pasado, la Corte Suprema del Reino Unido confirmó una sentencia del tribunal laboral contra Uber, en la que se alegaba que la empresa no tenía que proporcionar a sus conductores el salario mínimo, las vacaciones pagadas o las pensiones porque técnicamente no estaban catalogados como trabajadores).

El éxito de la democracia liberal –el mejor modelo concebido hasta la fecha para organizar a las personas en sociedades prósperas y libres– depende del equilibrio entre el impulso generador de riqueza del mercado y las obligaciones que la política debe imponer a las empresas en pro del bien común. En la actualidad, la diferencia entre la corriente principal de la izquierda y de la derecha en materia de política económica se ha reducido a la cuestión de saber en qué punto se debe ajustar el nivel entre esas exigencias contradictorias; en qué punto se sitúa el énfasis entre la libertad individual para enriquecerse y el deber colectivo de compartir.

Periódicamente esa distinción es declarada irrelevante por el avance de la historia. Sin embargo, sigue regresando. El proyecto marxista de eliminar por completo el capitalismo se convirtió en tiranía y quiebra en todos los lugares donde se intentó en el siglo XX. Ese fracaso fue considerado entonces como una reivindicación moral por los fundamentalistas del libre mercado, quienes consideraron que cualquier regulación estatal sobre la economía era un ataque a la libertad.

El momento triunfalista de Occidente después de la Guerra Fría coincidió con la revolución digital, lo que generó una cultura de arrogancia y complacencia política en relación con la economía de las nuevas tecnologías. La ética de Silicon Valley combinó el modelo californiano de capitalismo anárquico de la fiebre del oro con rastros del evangelismo utópico que los hippies llevaron a San Francisco. El resultado fue una veneración sectaria de las empresas emergentes de internet como un nuevo tipo de negocio al que no se aplicaban las viejas reglas, y cuyo propósito consistía en mejorar la humanidad además de generar dinero.

Los Archivos de Uber constituyen una imagen de un momento concreto, el punto máximo de credulidad y negligencia política alrededor del creciente poder de las empresas tecnológicas. No obstante, las reglas básicas de la nueva economía digital resultaron no ser tan diferentes de las antiguas analógicas. El tipo de regulación que se podría necesitar para frenar los excesos corporativos será algo diferente en sectores que no existían hace una generación. El patrón de la política que es capturada por los grupos de presión de las empresas resulta brutalmente familiar.

La revelación de las afiladas prácticas de Uber cuenta una simple verdad sobre la revolución tecnológica. Es la misma que nos dicen las arduas condiciones de trabajo en un almacén de Amazon y los depósitos envenenados del debate público donde Facebook descarga odio y desinformación. El precio de la innovación puede ser invisible para el consumidor, pero eso no significa que no esté ahí. Y el trabajo de los políticos democráticos es el de ser guardianes del interés público, no los lubricantes de las ganancias privadas.

Rafael Behr es columnista de The Guardian.

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