¿Realmente nos importan más los Girasoles de Van Gogh que los reales?

Es columnista de The Guardian.

¿Realmente nos importan más los Girasoles de Van Gogh que los reales?
'El lanzamiento de la sopa y acciones similares generan tanta ira porque nos obligan no a dejar de escuchar, sino a empezar a escuchar'. Manifestantes de Just Stop Oil en la National Gallery, Londres, 14 de octubre de 2022. Foto: Antonio Olmos/The Guardian

¿Qué se necesita? ¿Hasta dónde debemos llegar para alertar a los demás sobre la magnitud de la crisis a la que nos enfrentamos? Solo hay una respuesta clara: más allá del límite que hemos alcanzado. Nos estamos precipitando hacia los puntos de inflexión planetarios: los límites críticos a partir de los cuales los sistemas de la Tierra colapsan. Las consecuencias son inimaginables. Ninguno de los horrores que ha sufrido la humanidad, por muy grandes que sean, ni siquiera insinúa la magnitud de lo que ahora afrontamos.

Por todas partes veo afirmaciones de que las tácticas “extremas” de los defensores del medio ambiente harán que las personas “dejen de escuchar”. Pero, ¿cómo podríamos escuchar menos las advertencias de los científicos, los activistas y los comités eminentes? ¿Cómo podríamos prestar menos atención a las educadas objeciones de los “respetables” protestantes contra la destrucción del planeta habitable? Algo debe sacarnos de nuestro estupor.

La respuesta de los medios de comunicación y del gobierno a las dos activistas de Just Stop Oil que arrojaron sopa al cuadro de los Girasoles de Vincent van Gogh en la National Gallery de Londres lo dice todo. Decorar el vidrio que protege la pintura con sopa de tomate (la pintura en sí misma estaba, como calcularon las manifestantes, intacta) parece horrorizar a algunas personas más que el colapso de nuestro planeta, algo que estas activistas pretenden evitar.

Activistas lanzan sopa de tomate a los Girasoles de Van Gogh en la National Gallery, video

En un artículo para el periódico Mail on Sunday, la ministra del Interior, Suella Braverman, afirmó: “Existe un acuerdo generalizado sobre la necesidad de proteger nuestro medio ambiente, pero las democracias toman decisiones de forma civilizada”. ¿Oh, de verdad? Entonces, ¿cuáles son los medios democráticos para impugnar la decisión del gobierno de conceder más de 100 nuevas licencias para la extracción de petróleo y gas en el Mar del Norte? ¿Quién le dio al secretario de Energía, Jacob Rees-Mogg, un mandato democrático para incumplir los compromisos legales del gobierno en virtud de la Ley de Cambio Climático, al instruir a sus funcionarios que extrajeran “cada pulgada cúbica de gas”?
¿Quién votó a favor de las zonas de inversión que la primera ministra, Liz Truss, ha decretado, las cuales acabarán con las leyes de planificación y destruirán los paisajes protegidos? ¿O cualquiera de las principales políticas que ha intentado imponernos, después de haber sido elegida por 81 mil miembros conservadores, el 0.12% de la población del Reino Unido? ¿De qué manera se traduce en acciones el “acuerdo generalizado” sobre la necesidad de proteger el medio ambiente? ¿Qué hay de “civilizado” en anteponer las ganancias de las empresas de combustibles fósiles a la supervivencia de la vida en la Tierra?

Suella Braverman culpa a los ‘wokerati lectores de The Guardian que comen tofu’ de las protestas disruptivas, video

En 2018, el gobierno de Theresa May supervisó la erección de una estatua de Millicent Fawcett en la Parliament Square, que ostenta una pancarta que dice “El coraje reclama coraje en todas partes”, porque un siglo es una distancia segura desde la cual celebrar la acción radical. Desde entonces, los conservadores han introducido leyes agresivamente represivas para sofocar la voz del coraje. Entre la Ley de Policía, Crimen, Sentencias y Tribunales que la exministra del Interior Priti Patel impulsó con premura en el parlamento, y el proyecto de ley de orden público que preside Cruella Braverman, el gobierno está criminalizando cuidadosamente todos los medios efectivos de protesta en Inglaterra y Gales, dejándonos con nada más que procesiones autorizadas llevadas a cabo casi en silencio y cartas dirigidas a nuestros diputados, que son universalmente ignoradas tanto por los medios como por los legisladores.

El proyecto de ley de orden público es el tipo de legislación que cabría esperar en Rusia, Irán o Egipto. El proyecto de ley define la protesta ilegal como los actos que causan “graves perturbaciones a dos o más personas, o a una organización”. Dado que la Ley de Policía redefinió la “perturbación grave” para incluir el ruido, esto significa, efectivamente, toda protesta significativa.

Por atarte o pegarte a otro manifestante, o a la barandilla o a cualquier otro objeto, puedes ser condenado a 51 semanas de prisión, es decir, el doble de la pena máxima por agresión común. Sentarte en la calle u obstruir la maquinaria de fracturación hidráulica, los oleoductos y otras infraestructuras de gas y petróleo, los aeropuertos o las imprentas (Rupert lo agradece) te puede costar un año. Por cavar un túnel como parte de una protesta, te pueden condenar a tres años.

Más siniestras aún son las “órdenes de prevención de disturbios graves” que figuran en el proyecto de ley. Cualquier persona que haya participado en una protesta en Inglaterra o Gales en los últimos cinco años, haya sido o no condenada por un delito, puede recibir una orden de dos años que le prohíba asistir a más protestas. Al igual que los presos en libertad condicional, se les podrá exigir que se presenten ante “una persona concreta en un lugar concreto a … una hora concreta en unos días concretos”, que “permanezcan en un lugar concreto durante determinados periodos” y que se sometan a usar una tobillera electrónica. No pueden asociarse “con personas concretas”, entrar a “determinadas zonas” o utilizar internet para animar a otras personas a protestar. Si se incumplen estas condiciones, uno se enfrenta a una pena de hasta 51 semanas de cárcel. Esto en lo referente a lo “civilizado” y “democrático”.

¿Quiénes son los criminales en este caso? ¿Aquellos que intentan evitar el vandalismo del planeta vivo, o aquellos que lo facilitan?

Cada vez que visito la National Gallery, no puedo evitar preguntarme cuántos de los lugares de sus preciadas pinturas de paisajes han sido destruidos por el desarrollo o la agricultura. Dicha destrucción, que Truss, Braverman y el resto del gobierno ahora planean acelerar, incluso en nuestros parques nacionales, es comúnmente justificada como “el precio del progreso”. Pero si alguien quemara o rajara las propias pinturas, sería un acto de brutalidad abominable. ¿Cómo puede explicarse esta doble moral? ¿Por qué la vida es menos valiosa que la representación de la vida?

En ocasiones, la tensión es explícita. Los paisajes rurales paradisíacos y pacíficos de John Constable fueron pintados en una época de tremendo conflicto y destrucción, cuando las comunidades y los paisajes fueron destruidos por los corrales de los terratenientes. Constable no lamentaba la destrucción de los lugares “invariables” que pintaba, sino la reacción a la misma, lamentando los disturbios y la quema de pajares que hacían que “nunca hubiera una noche sin que hubiera incendios cerca o a la distancia“. La respuesta de Constable a la destrucción, en sus últimos años, fue pintar paisajes que recordaban: aquellos, en otras palabras, que ya habían sido borrados. Al igual que el gobierno actual, celebró las glorias del pasado mientras atacaba las medidas, tales como la Ley de Reforma, destinadas a mejorar la vida en el presente.

Al plantear estas cuestiones, no pretendo negar el valor del arte ni la necesidad de protegerlo. Al contrario: quiero que se extiendan las mismas protecciones cruciales al planeta Tierra, sin el cual no hay arte, ni cultura, ni vida. Sin embargo, mientras se aborrece la actitud filistea cultural, se defiende la actitud filistea ecológica con un campo de fuerza de leyes opresivas.

El lanzamiento de la sopa y otras acciones similares, escandalosas pero inofensivas, generan tanta ira porque nos obligan no a dejar de escuchar, sino a empezar a escuchar. Por qué, no podemos evitar preguntarnos, los jóvenes pondrían en peligro su libertad y sus perspectivas del futuro de esta manera.

La respuesta, no podemos evitar escucharla, es que buscan evitar una amenaza mucho más grande para ambas cosas.

George Monbiot es columnista de The Guardian.

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