Luis Echeverría Álvarez, el presidente que la historia no absolvió
Foto: Mediateca INAH

Como pocos presidentes en México, Luis Echeverría Álvarez ejerció el poder casi absoluto y sin contrapesos. Como pocos, aspiró a ganarse, por las buenas o por las malas, un lugar en la historia. Y lo logró, aunque no como él habría querido.

A él y su gobierno se le deben instituciones como el Infonavit, el Conacyt y el Fonacot, entre otras, que le dieron forma a este sistema político que, para bien o para mal, sigue funcionando sea cual sea al gobierno en turno. En gran medida, el sistema político mexicano sigue caminando sobre los hombros del sexenio de Luis Echeverría, que abarcó de 1970 a 1976.

Tanto fue el poder que tuvo y que ejerció que, 50 años después de ese sexenio, sus formas y prácticas de gobierno siguen inspirando a quienes hoy gobiernan. Echeverría es, quizá, el más influyente de la old school del poder en México. Eso nadie se lo podrá negar.

Él hizo todo porque así se le recordara: como el hombre que llevó a México a una escala de ejemplo mundial. Y sí que se esforzó en todo eso: viajó por todo el mundo como ningún presidente lo había hecho para convencer a líderes mundiales y presidentes de que su política a favor del tercer mundo tenía que ser el modelo a seguir para contener la pobreza mundial.

Ese andar a zancadas es quizá uno de los símbolos que mejor definen a su ser. Esa prisa por querer tenerlo todo; esa urgencia por ocupar un lugar privilegiado en la historia mundial lo llevó a negociar y a hacer alianzas con un Salvador Allende presidente de izquierda de Chile o con el comandante Fidel Castro en Cuba, para que lo reconocieran como el líder de América Latina, su vocero frente a Estados Unidos.

Aunque su papel cambiaba cuando estaba con el presidente estadounidense Richard Nixon, con quien negaba a sus pares latinoamericanos. Las grabaciones que el mismo Nixon hizo de sus encuentros con Luis Echeverría el 16 junio de 1972 y que Kate Doyle, de The National Security Archive, haría públicas hace unos años, son una muestra de esa doble cara con que el presidente mexicano manejaba su poder.

Echeverría había ido a ese encuentro con la intención de convencer a Nixon de que le apoyara para que fuera el abanderado de los países del tercer mundo, pero sobre todo de América Latina.

Esto es apenas una parte de esas grabaciones.

Echeverría: Dígale (dirigiéndose al traductor) al señor presidente que en el discurso que voy a tener dentro de una hora en el Congreso, ratifico mi tesis del Tercer Mundo frente a las potencias…

Nixon: (Interrumpiendo) La doctrina Echeverría…

Echeverría: Sí… porque si en América Latina yo no tomo la bandera nos la quita Castro. Ruz. Estoy perfectamente consciente de eso… Dígale que nosotros lo sentimos en México –que yo lo sentí en Chile, que se siente en Centroamérica, que se siente entre los grupos juveniles, entre los intelectuales– que Cuba es una base soviética en todos sentidos, militar e ideológica, que la tenemos en las narices. Que el doctor Castro y Cuba son instrumentos de penetración en los propios Estados Unidos; lo quieren ser en México, y en todos los países de América Latina y que no cesan en eso en una u otra forma. Que evidentemente los grandes subsidios que recibe y su gran complicidad, es para proyectarse en grupos norteamericanos y grupos latinoamericanos. Y que si nosotros, concretamente México, no adopta una postura progresista dentro de la libertad, con la amistad con Estados Unidos, esta corriente va a proliferar. Que yo lo siento en América Latina como se siente en algunos grupos de Estados Unidos.

*****

Al expresidente Luis Echeverría le importaba y mucho lo que quedaría registrado en la Historia (con mayúscula). Intentó una y otra vez que en los medios de comunicación y en los libros solamente documentaran sus actos convenientes. Quizá por eso le preocupaban los medios, particularmente los impresos, porque la memoria de largo plazo sobrevive en el papel y las letras.  Quizá por eso hizo de un grupo de intelectuales, encabezados por Carlos Fuentes, sus aliados y legitimadores.

Pero por más intentos y esfuerzos por inclinar a la historia en su favor, al expresidente Echeverría se le habrá de seguir recordando por tres de los momentos más oscuros de la historia reciente de México:

  • La masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 en la plaza de Tlatelolco.
  • La masacre de estudiantes el 10 de junio de 1971, el llamado Halconazo.
  • La guerra sucia contra la disidencia durante su sexenio que dejaría un saldo de más de 500 personas entre desaparecidas y asesinadas.

Él era secretario de Gobernación de Gustavo Díaz Ordaz cuando el movimiento estudiantil terminó en una masacre. No solamente fue el puesto público que tenía y que le implica frente a la historia. Fue empujar al ejército en las calles, fue el control de información que hizo para encauzar y justificar las decisiones del poder político, fue todo lo que sabía que ocurriría ese 2 de octubre y que guardó para siempre. “Hay secretos que solamente están en su cabeza y se irán con él cuando muera”, me explicó en alguna de las varias conversaciones Benito Echeverría, su hijo.

Echeverría era ya presidente cuando en una acción coordinada del ejército mexicano con el grupo paramilitar los halcones, atacaron a estudiantes… Él era presidente cuando el ejército, nuevamente en coordinación con elementos de la policía política de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y otros agrupamientos policiacos, se dieron a la tarea de detener, torturar y desaparecer a todas aquellas personas que habían optado por la guerrilla como método de lucha social.

Fue en su sexenio cuando se creó la Brigada Especial (Brigada Blanca) de la DFS para enfrentar, literal, a muerte a los disidentes. Fue en su sexenio cuando se pusieron en acción los vuelos de la muerte: arrojar desde avionetas a los guerrilleros al mar, vivos o muertos.

Mientras abría las puertas de México para que los guerrilleros de Sudamérica salvaran su vida de la persecución de las dictaduras militares (Chile, Argentina, Uruguay, Brasil…), en nuestro país se aplicaba mano dura y sin contemplaciones para los disidentes locales. 

Tan complacientes fueron los poderes legislativos y judiciales de esos años, como insuficiente las denuncias de los medios sobre el ejercicio del poder de un hombre incansable, que no dormía, que todos los fines de semana se iba a andar por el país en una eterna campaña por ganarle la historia.

Pero ni todo con todo ese poder pudo con el tiempo.

Recupero en esta parte, algunas ideas de un texto que escribí hace unos meses a propósito de los 100 años de vida del expresidente y publicado en la versión impresa de la revista Proceso.

De ese presidente, del todo poderoso, ya nada quedaba cuando lo vi hace unos años. O casi nada. Esta es la última imagen que guarda mi memoria de él:

El largo invierno de un hombre ya sin el poder. Desde uno de los primeros encuentros en una cafetería de la colonia Roma, solicité a Benito Echeverría una entrevista con su padre. Nunca dijo que no, pero tampoco se comprometió. La esperanza se mantuvo.  

De manera inesperada, llegó una tarde fría de otoño. “Hoy podrás ver al presidente”, me dijo Benito así, casual.

En la antesala estaba su hermana, María Esther, con quien pasé un tipo de “examen” discreto antes de acceder a la sala-recamara de Luis Echeverría, su hábitat. Luego de una conversación a raíz de la cual me enteré que la hija quería montar una gran exposición de los vestidos tradicionales de todo el país que durante años coleccionó su madre, María Esther Zuno. 

“Puedes pasar”, dijo Benito. Entré a la habitación, apenas unos 15 pasos entre la antesala y la recámara. Ahí estaba, el todopoderoso presidente, el de las grandes zancadas, el que tenía prisa por ganar la historia, consumido por el tiempo. 

La imagen era la de una pintura renacentista: los rayos de sol alcanzaban a filtrarse por la ventana y caían sobre el cuerpo encorvado de un anciano que, con una cobija sobre las piernas, buscaba ahuyentar el frío que se anidaba en la vieja casona de San Jerónimo.

Ahí estaba el hombre que buscó la inmortalidad tanto en la tierra como en el cielo, que deseó tenerlo todo. El político que tenía urgencia todo el tiempo; el que, desde sus días de burócrata de segundo nivel en Gobernación, era el primero en llegar y el último en irse; para el que no había días de descanso, ni fines de semana ni vacaciones. 

Siempre, siempre corriendo contra del tiempo, en la búsqueda de que la historia le reservara un lugar junto a sus admirados Benito Juárez y Lázaro Cárdenas.  

Ahí estaba, sin ningún rastro ni huella de lo que había sido.

En el libro Echeverría en el sexenio de López Portillo, el periodista Luis Suárez le pregunta al expresidente:

—¿Cuál es tu actitud ante la muerte?

—He pensado, y desde muy joven, que es un tránsito hacia una gran armonía cósmica, que nada tiene que ver con la conducta que en la vida se haya mantenido. Es decir, está mucho más allá de cualquier preocupación de orden ético. Algo que nada tiene que ver con la idea del cielo y del infierno. Y debemos verla sin temor, pues es el tránsito hacia una eternidad armónica, hacia el encuentro de las grandes fuerzas universales en lo físico y en lo espiritual.

En el 2005  un juez ordenó su detención por su posible participación por el delito de genocidio por la masacre del 2 de octubre del 68. Por su avanzada edad, se le dictó arresto domiciliario. Y aunque finalmente fue exonerado, eso marcaría el declive emocional y físico del expresidente. Poco a poco se fue diluyendo, perdiéndose en la casa de San Jerónimo en la Ciudad de México. 

En abril de 2021 se le volvió a ver en público. Esta vez en el campus de Ciudad Universitaria, a donde lo llevaron para recibir la primera dosis de la vacuna contra Covid-19. Volvió a la UNAM, la universidad de la que egresó como licenciado en derecho; de donde salió huyendo en marzo de 1975 con una pedrada en la frente, luego de intentar inaugurar los cursos universitarios, luego del 68 y El Halconazo.

En abril de 2001, décadas después, ahí estaba con un sombrero de paja sobre una cabeza y un cuerpo sin fuerza, los músculos sin tensión, flácidos los tejidos. ya nada de ese presidente todo poderoso. Nada. 

Epílogo

La mañana de este sábado 9 de julio, cuando el rumor de la muerte del expresidente se expandía por las redes sociales, le escribí a Benito. Breve su respuesta: “(Murió) anoche. Tranquilo y en paz. Se fue sin dolor ni dudas”.

Hace unas semanas me había encontrado con Benito Echeverría. Conversamos de todo, del país, del poder político actual y las comparaciones con el pasado, con el de su papá… Inevitablemente nuestras conversaciones terminan conectando con su padre. Siempre cuidadoso y prudente, Benito me comentó que el expresidente hacía tiempo que ya no vivía en su casa de San Jerónimo, que estaba en Cuernavaca, que ahí pasaba los días y ahí había pasado su último cumpleaños en enero pasado. Que estaba bien, que todavía pedía que le leyeran algunas noticias de los diarios. Que seguía interesado por lo que pasaba en México.

Pude visitar nuevamente la biblioteca del expresidente, aunque con más restricciones, para mirar los últimos registros fotográficos que don Alejandro, el encargado de darle mantenimiento a la biblioteca y archivos, ha ido rescatando. 

Ya de salida de la biblioteca, el camino cruza cerca de un muro cubierto con mosaicos de talavera y a un lado una escultura de María Esther Zuno, esposa del expresidente. En ese muro se encuentran los nichos con los restos de quienes han muerto de la familia: María Esther Zuno y sus hijos Rodolfo, Luis Vicente y Álvaro. “Ahí estarán los restos de don Luis Echeverría cuando muera”, confió uno de los hombres de seguridad. 

En el centro y abajo, también sobre talavera, los versos del poeta español León Felipe, quien fuera muy cercano a la familia:

Voy con las riendas tensas

 y refrenando el vuelo

porque no es lo que importa 

 llegar solo, ni pronto,

Sino llegar con todos 

y a tiempo.

A su velorio, cuentan las noticias de la noche del 9 de julio, no han llegado los grandes líderes. Hasta su velorio ya no llegaron los cientos de hombres y mujeres que hacían fila para saludarlo, para sentir su mirada ya fuera en la entonces residencia oficial de Los Pinos o en su casa de Jerónimo.

Hasta su ataúd ya no llegaron las masas que desbordaban las calles cuando volvía de sus viajes internacionales, o cuando los convocaba en el Zócalo de la Ciudad de México para que le apoyaran contra “los emisarios del pasado”, esos enemigos invisibles que durante todo su sexenio decía que amenazaban su poder.

Tenía 100 años y seis meses Luis Echeverría Álvarez. 

Y ha muerto.

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