Lo que refleja una burbuja de plata y tiempo
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Lo que refleja una burbuja de plata y tiempo
Clara Peeters, detalle de Bodegón con frutas y flores, óleo sobre tela, ca.1612, The Ashmolean Museum. Foto: Cortesía Melisa Arzate

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De su catedral humana colgaban borlas

de pelo trenzado con hilo dorado.

Y ella cantó mientras se deslizaba peligrosamente viva

hacia los largos brazos de las alas extendidas

[…]

Patti Smith

Los objetos aguardan. Algunos, los que se mueven a diario, irán y vendrán para pronto saltar al reino de la certeza y desaparecer. El bolso de tela que lleva los libros y se ha manchado de tinta en la esquina inferior de la gruesa costura, el suéter que le da casa al cuerpo al llegar exhausto de una ardua jornada y, pareciendo otro, calienta el sueño encamorrado que se enfrenta a la madrugada apresurando la vida que reclama; la taza con la huella marrón de centenares de tés que se enfriaron sin ser bebidos y cafés tomados a quemantes sorbos para desperezarse casi con naturalidad. La loneta, el estambre y la porcelana no son intrigantes ni silenciosos, sino útiles extensiones del ser que distienden al individuo por una vida abreviada, tediosa, repetitiva, rutinaria: eran de esperarse. Pero hay otros objetos. De distinta clase o, más bien, naturaleza, esos que esperan y enmudecen, aguardan y atestiguan la sosegada caída de un pétalo seco, la formación de la grieta en un muro, el pulimento de los escalones en el mismo lugar, la conformación de continentes en el verdín de las aceras, las pieles humanas que pasan a diario por enfrente y un día, de buenas a primeras, se enjutan; las gentes que se van y las nuevas que, al llegar, les echan un vistazo con cierta sorpresa, para luego incorporarlos a la retina como parte de la escenografía. Su función es atestiguar, reflejar la existencia que actúa para ellos. Al parecer, lo que de suyo tienen es la permanencia y el testimonio de las vidas. Sólo cuando desaparecen se vuelven evidentes, o cuando un esporádico ojo los descubre como oráculos, portales, puentes.

Siempre he tenido la sensación de que a Clara Peeters, esa pintora nacida en Amberes por ahí de 1590, de quien casi todo se ignora salvo su gusto por observar, le interesaban más esos objetos silentes e inertes, incluso por encima de las lujuriosas rosas abiertas, los quesos oreados o las alcachofas cuya genitalidad no ignoraba y empleaba como seductoras texturas para una obra fundamental, casi neoplatónica, existencial. Los pescados cruelmente dispuestos en la mesada sin haber sido preparados expandiendo su organicidad, las tartas partidas y expuestas en sus carnes, manzanas o ciruelas como órganos seduciendo a los insectos (que cierran un ciclo particular y continúan otro general), incluso las voluptuosas frutas de turgentes volúmenes y vibrantes tonalidades, parecen, en la pintura de la artista flamenca, una fastuosa ornamentación como cortinaje teatral que, si el espectador logra traspasar, aguarda un sinfín de potentes narrativas en otros objetos. Esos otros, agujeros de gusano en el espacio tiempo. Metálicos, de arcilla, tela o madera: en ellos yace el verdadero y audaz relato de una artista cuya obra es, por mucho, más que bodegones y naturalezas muertas con cierto grado de virtuosismo técnico, inferior a los creadores masculinos de su tiempo. Es filosa creación atizando el binomio permanencia-contingencia que bastaría para definir el sorprendente fenómeno de la existencia.  

Seguramente Clara Peeters miraba al vacío. Es ahí donde se encuentra el todo contenido. En aquello que su época percibía como una mujer suspendida y fuera de la realidad, se hallaba una botella vaciándose toda de verdad y poesía en una copa infinita, la pintura, superficie inconmensurable donde el sonido del líquido se tornaría eterno, sucesión de instantes imperecederos, que hablan tanto de ese siglo XVII como de este tiempo. En su Vanitas titulada Mujer sentada ante una mesa de objetos preciosos (ca.1610) se cuestiona sobre la efímera existencia, la intrascendencia de las riquezas en una vida que está siempre tendiendo a la inevitabilidad de la muerte (como anuncian las flores que, en un segundo plano, comienzan a marchitarse) pero sobresalen dos detalles que exceden la tradición de las vanidades como meditación espiritual de la vida evanescente, la absurda existencia y la aún más absurda riqueza material. Se trata de la mirada del personaje, iluminada por una luz dorada proveniente del lado izquierdo que subraya el preciosismo de los encajes y la joyería pero, sobre todo, las destellantes pupilas que se han encontrado con el azar de estar viviendo pese a contingencias y vicisitudes; se encuentran con la inminencia del ser que va siendo e intuye que ese instante es tan todo como la más absoluta nada. Ahí está Clara Peeters. El otro detalle que tensa e, incluso, incomoda la pieza, es la burbuja flotando a la altura de la sien de la mujer, una suerte de conciencia siempre a punto de reventar y desvanecer el reflejo contenido en sí: una ventana que anuncia la vida afuera, el mundo y, con él, la otredad que es uno mismo. Ahí comenzaba ya el juego favorito de la obra de Peeters: los reflejos que aguardan y conducen, atesoran y revelan otra obra dentro de la que se entrega a simple vista en una partida de misterio y hermenéutica.

No dudaría un segundo en afirmar que Clara Peeters es la maestra de los reflejos, más grande incluso que muchos reconocidos pintores del barroco italiano o español, si es que alguien estuviera interesado en establecer esas banales competencias. En sus reflejos están las verdaderas escenas y narrativas que aspira a capturar. Decantadores, dulceros, jarras y copas, proyectan dimensiones espaciales paralelas y, sobre todo, autorretratos delicadamente construidos a base de veladuras que revelan parcialmente la faz de una mujer dispuesta a dar la cara en un universo que le abría apenas un diminuto resquicio para declararse presente, creadora, pensadora. Quizá por ello, como queriendo abrir el mundo en canal, cortar de tajo el viento y herir la realidad, firmó varias de sus obras en las hojas de cuchillos de plata dispuestos entre pétalos y hojas, de canto suavemente apoyados en platones o desmayados sobre manteles brocados, lacerados de frío y reanimados por la contundencia de un nombre femenino, un año lejano y una ciudad que se lanza al viento de barcos y diamantes nutridos de eternidad terrenal. Como se estilaba en su tiempo, Clara Peeters habría llevado su propio cuchillo inscrito con sus iniciales a los grandes banquetes donde habría quedado fascinada por todo lo que una mesa era capaz de relatar sobre el poder, las ambiciones, los anhelos y su fragilidad. Si bien una mujer no tenía permitido en esa época, avocarse a la representación de narrativas heroicas, civiles o religiosas, optó por generar un código hermético que está aún pendiente de traducirse y se abre esporádicamente al diálogo a través de brillantes reverberaciones: paréntesis donde la luz no se detuvo, sino que continuó su trayectoria y abrió la posibilidad de que una imagen saliera de sí misma y se volviera infinita. Clara Peeters es rayo de luz que refleja y refracta la historia del arte. 

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Las fechas de bautismo, casamiento y muerte de Clara Peeters son francamente inciertas por no decir prácticamente desconocidas. Algunas fuentes apuntan a que formó un pequeño taller y educó a otras pintoras y pintores siendo aún bastante joven, dado que su fama había llegado, incluso, a la corte española, que adquirió una decena de sus piezas y la dotó de inusitado prestigio. Pese a ello, su nombre fue borrado de los registros de marchantes de arte, coleccionistas y mecenas, dejando sus obras como los únicos documentos disponibles para dilucidar su vida personal y trayectoria artística que, en todo caso, son una misma cosa cuando se trata de una creadora total. La pienso y reflexiono mientras veo los despojos de una trágica cena donde todas las mujeres que soy volvieron a preguntarse por sí mismas y a querer escapar del anónimo segundo plano en que la sociedad tantas veces nos colocó. Intentamos emerger desde nuestro propio reflejo, todas cuchillos y hojas al viento, todas Clara Peeters y sus reflejos de sólida verdad.

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