A mí también
Contratiempos

Reportera mexicana, especializada en periodismo social y de investigación. Ha colaborado en medios como Gatopardo, Animal Político, El País, Revista Nexos, CNN México, entre otros. Ha sido becaria y relatora de la Fundación Gabo. Originaria y habitante de Ciudad de México. Twitter: @claualtamirano

A mí también
Foto: EFE

A mí también me ha pasado y sé cómo se siente. Me han acosado y abusado en todas partes: la calle, el transporte, los espacios familiares y con frecuencia en el lugar de trabajo, igual que casi todas las mujeres en México y en el mundo. Debe haber muy pocas que puedan contar no haber sido víctimas de acoso o abuso sexual a lo largo de su vida, en mayor o menor medida. 

Es por esto, por los dramáticamente cotidianos abusos que han soportado desde siempre, que hoy las mujeres están furiosas. Su nivel de tolerancia y resistencia ya está debajo del cero, porque ya fueron siglos de ser las víctimas normales de un sistema que solapa a un cavernícola y aplasta lo que sea con tal de perpetuar su comodidad. Hoy es perfectamente comprensible la ira, la intolerancia, cualquier irracionalidad producto de este flagelo. 

Pero si bien es entendible, tampoco debe fomentarse. Cuando se reportan casos de acoso en una empresa, los actores involucrados –empezando por la empresa– deben tomar acciones para frenar estas conductas y evitar su repetición, pero las sanciones deben ser proporcionales a la ofensa: si todo lo que haga mal un hombre se castigará con el aislamiento total y la inanición, lo único que conseguiremos será incomprensión, miedo, la ira se convertirá en un ciclo infinito y la sociedad no ganará la evolución a la que aspiramos.

O a la que se supone que aspiramos.

Por supuesto que no se trata de minimizar la queja, normalizar el agravio ni justificar a ningún agresor, así la agresión sea menor. Pero no es lo mismo un comentario inapropiado que un tocamiento, ni es lo mismo una invitación de un compañero que la de un superior con poder sobre nuestro empleo. Ergo, si bien todas son faltas y no deben permitirse, tampoco merecen la misma sanción. Y como en todos los actos condenables, antes de tomar acción es necesaria una investigación

No debemos aspirar a una sociedad que simplemente invierte los papeles y promueve vendettas de grupos históricamente oprimidos. A lo que deberíamos aspirar, el fin que deberíamos perseguir es un mundo en el que todas las personas y todos los grupos vivan en paz, con libertad y en un ambiente de absoluto respeto. Esto, en el caso de los géneros, implica que los varones tienen un universo de cosas qué des-aprender (la tan mencionada deconstrucción) para luego aprender nuevos valores, que en 2022 suenan demasiado básicos (¿simple respeto?) pero que al parecer no han sido aprendidos. Y así seamos adultos, cuando sea necesario volver a la primaria, toca volver.

Pero el punitivismo no genera aprendizaje sino miedo. Y el miedo deriva en otras de las conductas que queremos erradicar: defensa, más violencia, prejuicios. Cuando surgió el movimiento #MeToo escuché de propia voz a hombres intentando recordar qué conductas suyas del pasado podrían ser calificadas como acoso, luego de mirar en redes el linchamiento social de un presunto acosador. No lo hacían como una forma de mirarse en ese espejo y aprender para no repetir: lo hacían para asegurarse de no ser el próximo linchado, especialmente por la amenaza de perder un empleo y no poder conseguir otro tras la ola de descrédito que cae sobre el infamado. Esto no es lo que perseguimos. Lo que queremos es que aprendan a respetar, no que aprendan mejores formas de acosar sin ser castigados.

Evidentemente, las víctimas no tienen obligación de enseñar nada a su agresor. No son ellas las responsables de su educación y no tienen por qué seguir expuestas al contacto con un acosador que presuntamente está aprendiendo a respetarlas, solo para comprobar si ya aprendió. Por eso es necesaria la distancia –como en los vagones rosas–, las órdenes de restricción –como las impuestas a agresores físicos–, la separación de espacios de trabajo cuando el acosador es un compañero. Aunque a muchos les parezca primitivo –tan primitivo como sus conductas irrespetuosas– y algunos hasta le llamen segregación, la distancia es estrictamente una medida de seguridad para una víctima que ya lo fue.

Pero debemos tener cuidado con otras medidas solicitadas como castigo para acosadores. Necesitamos primero tener claridad sobre los criterios para definir el acoso, porque el abuso físico lo tenemos mucho más claro, pero todos los que ocurren sin tocar a la víctima son tan ambiguos, que se prestan para muchos despropósitos: tanto para la autojustificación del abusador, como para excesos de algunas voces que piden linchamientos. 

El castigo debe ser un medio, no un fin. La deconstrucción de los agresores no es responsabilidad de las víctimas, pero sí de la sociedad y del Estado en su conjunto. Las empresas que tienen conocimiento de una conducta inapropiada de un empleado sí deben intervenir; las personas cercanas al acusado sí deben hacerle ver cómo se equivocó para ayudarle a entender y corregir; los expertos deben ayudarle a deconstruirse en una terapia seria y, por supuesto, el Estado debe mejorar la educación que desde niños reciben los hombres para romper estos ciclos nocivos. Para que las nuevas generaciones ya no aprendan estos vicios y no necesiten tanta deconstrucción. 

Si queremos resolver un problema generalizado, imperante en todos los niveles y en todos los países, tenemos que buscar soluciones, no encender antorchas ni colgar cabezas en plazas públicas. 

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