Los libros, una irresistible pasión
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Los libros, una irresistible pasión
Los libros, una irresistible pasión. Foto: Roberto Vargas

En casa, durante mi infancia, no se leía mucho. Los pocos libros que había eran de mi mamá: “Marcelino, pan y vino”, “El retrato de Dorian Gray”, un libro empastado en piel con algunas obras de Mark Twain y “Los hijos de Sánchez”, de Oscar Lewis, entre otros. El primer libro que recuerdo que nos compraron mis papás fue una edición ilustrada de “Platero y yo”, que nunca me gustó, pero con los dos volúmenes que considero que inició mi biblioteca son “El principito” y “Tom Sawyer”, que nos regaló mi primo Enrique. Ese señor también le prestó a mi papá “Lo Negro del Negro”, un libro que leí a escondidas cuando tenía 12 años.

Tras el poderoso shock que para mí resultó “De perfil”, de José Agustín, el primer libro que compré por gusto fue “Ciudades desiertas”, del escritor guerrerense fallecido en enero de este año. Me aficioné tanto a la escritura de Agustín, que después compré “Inventando que sueño”. De los libreros de Enrique me llevé “El rock de la cárcel” y por unos años seguí comprando libros de José Agustín, a la par de los libros que necesitaba para la escuela. Aquí quiero hacer una confesión: la biblioteca de mi primo fue la fuente primaria para comenzar la mía, porque además del libro antes mencionado, me hice de “El rey criollo”, de Parménides García Saldaña; “Casi el paraíso”, de Spota; “Chin Chin, el teporocho”, de Armando Ramírez; “Las venas abiertas de América Latina”, de Eduardo Galeano; “Los presidentes”, de Julio Scherer, y un par del sociólogo Gabriel Careaga acerca de la clase media defeña, entre los que recuerdo. A pesar de que rompimos cualquier tipo de relación desde hace cuatro años, no creo estar en deuda con Enrique, porque años después le presté dinero que nunca me pagó, así es que quedamos a mano.

Tras las lecturas de José Agustín, comencé a comprar libros como los del propio García Saldaña (“Pasto verde”, “Mediodía”, “En la ruta de la onda”), Gustavo Sainz y Luis Zapata, de quien me volví fan a pesar de su temática abiertamente homosexual. Ya en mi último año de prepa conocí autores como Gonzalo Celorio, José Joaquín Blanco, Rafael Pérez Gay y Óscar de la Borbolla, de los que conservo ejemplares en mis libreros.

Un parteaguas en mi experiencia como lector fue conocer en el verano de 1993 la obra de Paco Ignacio Taibo II. Le regalé a mi papá “No habrá final feliz” y un día que llevé el libro al ITAM, Gabriel Lara me dijo que tenía otras novelas protagonizadas por el detective Héctor Belascoarán Shayne. Me volví tan fanático, que después de leer los libros que me prestó Gabriel, los compré todos. Y a partir de la lectura de Taibo, de sus entrevistas y recomendaciones, conocí a Manuel Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Daniel Chavarría, Rafael Ramírez Heredia, Juan Hernández Luna, Chester Himes, Dashiell Hammett, Raymond Chandler y muchos autores más. La novela negra llegó a mi vida para no irse más.

Así acomodo mis libros

A principios de semana mi amiga Maru Monroy, brillante integrante de la Clase 96 del taller de redacción del periódico Reforma, comentó en un grupo de WhatsApp que leía “Bibliotecas”, un libro en el que escritores como Emiliano Monge, Selva Almada o Jorge Carreón, nos cuentan cómo han formado sus bibliotecas, qué espacio físico ocupan en sus casas y cómo organizan sus libros.

Tengo un gran librero, lo mandé a hacer antes de separarme de la mamá de mi hija, en él están la mayoría de mis libros deportivos. Quinientos, seiscientos, mil, no sé. Los dejé de contar hace muchos años. Hay ediciones únicas, discontinuadas, muchos libros firmados por los autores, como Roberto Fontanarrosa, Pablo Aro Geraldes y Alberto Lati, con dedicatorias personalísimas. Entre ellos, tengo el libro más antiguo de todos, “La pelota y los pelotaris”, una edición argentina de 1896 dedicada a la pelota vasca.

Mi primer libro con temática deportiva lo compramos mi hermano Omar y yo, en el 94: “El futbol mexicano, ¿un juego sucio?”, de José Ramón Fernández. El segundo fue “El futbol a sol y sombra”, de Galeano. Y de ahí, he llegado a tener más de un millar de libros de futbol y otros deportes que, a saber, están muy bien ordenados en mi biblioteca.

En el último reacomodo, las cosas quedaron así: a la izquierda, todos los libros de balompié nacional, comenzando por los históricos. Destaca “El libro de oro del futbol mexicano”, de Juan Cid y Mullet, que le compré a Jorge Witker hace más de 25 años por 3,500 pesos. Después los de la historia de equipos y algunos escritos por periodistas. Al lado, todos los de futbol internacional. El bloque dedicado al futbol argentino ocupa dos espacios, delimitados por una pequeña bandera albiceleste y una lata de cerveza Quilmes. Ahí tengo ediciones especiales de la revista El Gráfico.

Al lado están todos los de periodismo, desde manuales de estilo hasta novelas, algunos de ellos dedicados, como los del periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, con el que tomé un par de talleres. Al extremo de ese librero comienza la sección de novela, agrupada, según yo, por género.

En la sala de TV están todos mis libros de historia, ciencia y teoría política y hay un pequeño librero en el que están los coffee table books, de viajes y otras cosas, así como diccionarios.

Tengo un librero dedicado a la novela negra. Hay, por supuesto, una sección dedicada exclusivamente a Taibo II y Belascoarán Shayne, aunque a estas alturas de la vida y después de la serie de televisión, me identifico más con el Jefe, José Daniel Fierro, protagonista de “La vida misma”, que con el detective independiente mexicano. Abajo están todos los de Pepe Carvalho, de Vázquez Montalbán, las 23 novelas que tengo de Hieronymus “Harry” Bosch, de Michael Connelly y autores como Joe Wanbaugh. Mención aparte para la novela negra escandinava. Tengo, en riguroso orden, las novelas de Stieg Larsson, Henning Mankelly, las de Camilla Läckberg y Jens Lapidus.

En otro librero tengo una sección muy querida, la de música, donde lo mismo tengo varias biografías de AC/DC y los Rolling Stones, mis bandas favoritas, que libros de salsa, la historia del death metal o “Diario de ruta”, la crónica de aquella legendaria gira llamada “El gusto es nuestro” que hicieron Serrat, Ana Belén y Víctor Manuel y Miguel Ríos.

Uno es lo que lee y, la verdad, hoy no sabría quién soy sin mis libros.

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