Tejedoras del viento 
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Tejedoras del viento 

Busco un tejido bajo la niebla que desciende;

lo que envuelve y se desliza sobre la piedra, el sándalo.

Coral Bracho

Frente a las lágrimas del primer amor adolescente, mi abuela María me enseñó a tejer un enero de luz brillante y chocolate tibio. Lo mismo había hecho con ella su madre y mi abuela ya no dejó las agujas, quizá porque nunca se mudó de ella la melancolía. Tenía una bolsa grande de madejas, casi todas en colores pálidos. Las agujas se guardaban en un cilindro metálico delgado, forrado con un papel de gatos haciendo cabriolas, y encaje en los extremos. Se sabía que iba a iniciar una nueva prenda por el escándalo de las agujas entre sí y contra los límites de su contenedor; todo el condominio debe haberse enterado, porque devolvía cada una de golpe, buscando el calibre adecuado y su par: eran su arma letal. Cuando iba a comenzar un tejido, me sentaba frente a ella con los brazos extendidos y alineados para deshilar la madeja, ovillar el estambre y deshacer los entuertos. Me hipnotizaba el paso de la hebra en un vaivén acompasado con la mirada concentrada de la tejedora, inmersa en una especie de trance sufí. Al final de su vida, tan pronto como montaba los puntos, tejía y destejía porque equivocaba el conteo de derechos y reveses, una Penélope anciana esperando a la muerte que vendría desde Ítaca, con un sudario en mano que nunca acabaría de materializarse, pero le ayudaba a atravesar las tardes que parecían interminables. Mi otra abuela, Raquel, tejía de gancho, objeto intrigante por sus proporciones pequeñas para confeccionar prendas grandes; urdía, sin emitir ruido alguno mientras veía Casablanca, unos suéteres eternos que llamaba pulgosos y dejaban que se colara el viento entre la trama, quizá porque ella quería ser libre y hacerse de alas aerodinámicas para elevarse hasta tocar las copas de los alcanforeros y huir. Ella, tejedora hábil como Ariadna, nunca logró despojar del traje de luces al matador que la toreó por chicuelinas hasta las puertas de una saudade insondable.

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Yo nunca aprendí a tejer. Apretaba tanto los puntos que, después de dos vueltas, era imposible seguir y había que destejerlo todo. El estambre quedaba inservible porque, de tan ceñido, se arriscaba, como decía María. Pero mis abuelas tejieron toda su vida y sus suéteres cubrieron a generaciones de bebés sudados entre chambritas y cobijas, y niños que ya crecidos decidieron hacer perdidizos los suéteres de sus abuelas en la banca de la escuela, porque no estaban a la moda. Hoy mataríamos por uno de esos tejidos que nos las trajeran de vuelta.

Por tristeza o por hastío, por depresión o por necesidad de cobijo, tejieron e hicieron de ello una acción de resistencia civil: vistieron a sus familias para hacer frente a la necesidad y tricotaron el sufrimiento de haber sido abandonadas por sus parejas a la saga de familias enteras, que dependían de su arduo trabajo en una central telefónica o frente a una máquina de coser, sin dejar de cuidar amorosamente de su prole. Activismo textil del mundo real. El único resquicio donde sentir el dolor era hilvanándolo con el estambre hasta menguarlo y volverlo imperceptible para la parentela. Ya en la mitología, Filomela había denunciado el abuso de Tereo en una tela bordada, y luego en el medioevo los tapices contaron grandes batallas pero también pequeños detalles terribles de agonía y muerte. En el siglo XX, los movimientos feministas usaron el tejido, el bordado y el patchwork, asociados a la vida doméstica, la sumisión, la debilidad y la abnegación, para manifestar su oposición al sistema heteropatriarcal dominante y sacudir al espectador con iconografía provocadora y frases confrontativas llenas de poder y verdad. Si bien Annie Albers optó por las telas frente a la desaprobación de miembros de la Bauhaus a que incursionara en disciplinas “duras” propias de “lo masculino” y desarrolló una obra de espectacular belleza, fue Judy Chicago quien coronó al bordado y el tejido como estrategias plásticas de doble valor discursivo para el arte feminista: el significado radicaba no solo en el mensaje sino en la elección de una técnica asociada con los roles de género impuestos y la represión en la vida privada. Rosemarie Trockel, más tarde, reventó ese poder del tejido con imágenes bordadas que revelan la crueldad del mundo occidental. Hoy Andrea Camarelli convierte los tejidos en mensajes de auxilio para el observador, como si un pañuelo entregado subrepticiamente, revelara brutales frases visibilizando la violencia y el feminicidio. Teresa Margolles borda con alambre sobre telas ensangrentadas, recogidas de escenas criminales, narcomantas que denuncian la podredumbre de un país cegado por la indiferencia y convierte la labor de bordar en un ejercicio de reflexión civil, que resulta en la manifestación pacífica de comunidades aterrorizadas y devastadas por el crimen organizado.

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Hace dos años vi caminar por Isabel La Católica a Adriana Calatayud, sosteniendo dignamente un estandarte que había bordado para la marcha feminista más grande en la historia de México, frente al alza en feminicidios y violencia de género. Mujeres del contingente en que marchaba, habían escrito denuncias en listones que luego cosieron al estandarte. La parafernalia militar de otros tiempos había cobrado vida por la mano de una artista y señalado la presencia de un pequeño grupo entre una marea violeta que se movilizaba clamando justicia. Quizá todas tejemos, de muchas maneras, el estandarte que marca nuestra lucha por ser y seguir siendo en libertad, dentro y fuera de lo que queremos llamar hogar.

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